miércoles, 4 de mayo de 2016

Violencia, esa adictiva droga

Levantó la cara con un temor anodino. Sabía lo que iba a encontrar y no quería enfrentarse con la cruda realidad. El espejo no podía mentirle, su maldita imagen, aunque reflejara una cara de dolor, sabía que detrás de todo aquello, se estaba burlando de ella. Sin atreverse a mirarse aún, pasó su mano por la cara. No pretendía ser una caricia, no era un símbolo de aliento. Era más bien una declaración de derrota.

En fin, había que enfrentar la realidad, aquel ojo morado no podía simplemente cubrirse con el maquillaje de las mentiras. Él, de nuevo, le había pegado, fuerte, con saña. No hubo motivo. No uno real. Solo fue el alcohol, los celos por un amante inexistente y la total imposibilidad de lograr una erección duradera y que valiese la pena.
  • La culpa es tuya - le gritaba con la voz pastosa - por puta, por puta.
Como no podía ser de otra manera, la mente comenzó a jugarle todo el repertorio de sucios trucos que siempre tiene debajo del mantel. Comenzó a recordarle las veces en que había peleado con su madre por salir en defensa de aquel salvaje, todas las veces en que recibió burlas por haber dicho en voz alta que ella lo iba a hacer cambiar, que todo el amor que sentía por él iba a hacer que fuese distinto.
Se tocaba el morete con cuidado, y trataba de halar la piel debajo del ojo, tal vez como una prueba de que sentía dolor y sobre todo que merecía aquel dolor.

Hacía años que no visitaba a su madre, aquella que le había dicho que no quería que acabase como ella, abandonada y con más cicatrices en la memoria que en el cuerpo. Tal vez por vergüenza, tal vez por un orgullo que cada vez se sentía más mancillado. Ella sabía que si llegaba con su madre, lo primero que ella haría sería reprenderla. Otro tirón a la piel debajo del párpado. "Esto te pasa por pendeja" se decía y halaba, "solo por pendeja".

Y claro, su mente volvió a lucirse con la eterna trampa y los momentos en que fueron felices, los lugares en que caminaron de la mano, las pocas veces al cine, los contados orgasmos, los avergonzados "te quieros" dichos con prisa, pero dichos al fin de cuentas, su sonrisa, ay su sonrisa que la conquistaba. Y de nuevo la calidez, la sonrisa, la mentira obligada: "él me quiere", la excusa infaltable "por andar tomado, todo pasó por andar tomado", la culpa asumida "de todos modos, me pasa por andarme abriendo de piernas cuando ya sé que no se le para cuando anda bebido".

Había dejado de tocarse debajo del párpado, había dejado de pensar en su madre y había dejado de pensar en los golpes. Al fin y al cabo, ella era una mujer enamorada, ella tenía que ser una mujer enamorada, ella quería ser una mujer enamorada y estaría con su hombre, porque al fin y al cabo, un poquito de dolor no iba a hacer que renunciase a su vida. Eso y el temor de que una vez que se fuese, él llegara a buscarla en donde seguramente la iba a encontrar, ahora no solo para pegarle sino también para matarla.

Ah, el amor, siempre trabajando por caminos insondables.

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