Y vuelvo a este lugar, en donde lo único que cuenta es la justificación.
Veo a uno y otro lado y me siento perdido, ausente
de mí mismo, veo mis manos correr por el teclado sin saber exactamente
lo que están escribiendo. Estoy solo, me siento solo y comienzo a temer
que sea un viaje sin retorno. Años hace que
no tenía esta sensación y me doy cuenta que a pesar de no sentirme nada
bien, debo estar aquí. Aparentando que estoy bien, que soy fuerte, que
no pasa nada.
Cierro los ojos e intento recordar lo que se sentía
ser distinto… y no lo consigo. Nada me sabe como antes. Si bien no soy
de los que vive anhelando un pasado mejor, lo cierto es que tampoco el
presente y mucho menos el futuro me suenan
prometedores. Intento recordar mi felicidad y no logro recordar lo que
sentía. Mi momento de autocompasión duró poco, cuestión de un día, tal
vez dos. Pero lo siguiente fue peor. La vacuidad, la falta de peso, la
ausencia.
Todo comenzó por una estupidez, como empiezan todas
las cosas grandes. Un pleito, un malentendido, una frase dicha tal vez
sin querer, pero que alcanzó a tocar fibras sensibles. Demasiado
sensibles. Primero, claro, el enojo, pero luego
algo pasó, algo se comenzó a transformar, a cambiar dentro, como esas
gotas que se van acumulando en los huecos de las piedras y cuando el
hueco se desborda no lo hace más en simples gotas, sino en grandes
chorros, así, lo que se desbordó producto de aquella
insignificancia, resultó ser la indiferencia. No había odio, no había
otra persona, solo había una nada monumental, un vacío triste y errante,
vagando por cada rincón del alma.
Estando aquí, no puedo más que desear en otro
lugar. Pero no sé en qué lugar. Viendo a la gente entrar y salir de esta
oficina no puedo menos que imaginar lo plácida de las vidas de cada uno
y me doy cuenta que estoy terriblemente equivocado,
que las vidas plácidas son una falacia, una mentira que creemos por un
tiempo, pero que luego llegamos a desenmascarar. Y duele. Y destruye.
La necesidad de aparentar que se trabaja no hace
más que incrementar la soledad. Trabajo, claro, hago lo que debo hacer,
por lo que se me paga y por lo que soy una persona “productiva a la
sociedad” Todo una pantalla, una mentira enorme
que dice que estoy bien, que soy una persona importante y que sabe
hacer su trabajo. Como si eso fuese lo único que importa.
Vida, trabajo, trabajo, vida. Suena complementario,
pero en realidad es parasitario. El trabajo se convierte poco a poco en
lo más importante para muchos y en lo más deprimente para otros. Con
lentitud, los progresos laborales se van convirtiendo
en lo único que interesa, como si la necesidad de trabajar, se
convirtiese en la necesidad de saber que somos necesarios en el trabajo.
Espejos para los conquistados.
Y permanezco en mi lugar de trabajo, cumpliendo un
horario que no pedí, que no establecí y que nadie ha establecido nunca,
porque sí, porque este es el horario que ha sido siempre, tantas horas
fuera de cualquier lugar que a uno le pueda
parecer interesante, porque eso es lo que debe ser, porque siempre ha
sido de esa forma.
La veo en mis recuerdos y parece que estuviese ahí.
Pero lo cierto es que no la extraño. No recuerdo como sentir lo que
sentía por ella y eso me entristece. Creamos una vida junto a alguien
más con la esperanza de que un sentimiento, una
reacción química, será capaz de durar para siempre y de repente, un
pleito, otra reacción química, no hace más que contrarrestar el efecto
de la primera y luego,… nada.
Y ahora, que la hora de partir se acerca, que he de
regresar a otro lugar en el que no quisiera estar, no hay nada más
devastador que aceptar que mañana, como siempre, el sol saldrá y mi
corazón seguirá latiendo, porque no soy más que el
resto, porque estoy aquí, junto con otros millones, que tienen tanto
vacío en su vida como yo. Que el mundo sigue, que el universo sigue.
Tanta verdad, tanta crueldad, tanta mierda.
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