sábado, 18 de octubre de 2014

Volver. Cuento


Estaba solo, como había estado desde que ella se había marchado. Pero la suya era una soledad volcánica: ardiente, sofocante, claustrofóbica y angustiante hasta la locura.

Ella no estaba, ella no estaba, ella no, ella, no.

Sabía que estaba haciendo algo, un fósforo en la mano, una ollita, un lejano olor a café, el calor del fuego. Las viejas rutinas, vistas solamente a través del cristal roto del abandono. Él era el culpable, lo sabía y no tenía reparos en aceptarse como tal, repeticiones burdas, llenas de lugares comunes “me lo merezco”, “fui un idiota”, “solo así se aprende”, “o grandes felicidades o grandes lecciones”... espejos rotos en los que resulta cruel mirarse. Las palabras se le antojaban resbalosas, escurridizas, falsas. El mejor amigo del hombre, el silencio.

Encontrarse con ella en los rincones inexplorados. La esquina de la cocina a la que nunca llegó la escoba por estar entre el refrigerador y el mueble que servía de tabla para cortar la carne; el olor de las hojas de albahaca recién cortada, el color del techo con las goteras que jamás reparó.

Eso de mirar al techo le pareció excesivo y muy cliché, así que decidió vencer la depresión en nombre del decoro y salió a la calle intentando recordar la sensación del sol en la cara. Ardillas jugueteando en los alambres de electricidad, un par de pájaros en pleno cortejo, automóviles entrando y saliendo de casas repetidas con problemas iguales, similares o totalmente distintos, pero vividos de forma diferente, aunque paradójicamente, igual de brutal.

Los cienpiés se habían apoderado de gran parte de un tronco y ver cómo algunos se encimaban a otros lo asqueó, pero siguió viendo, casi hipnotizado.

Ruidos mecánicos resonando, rodeándolo. Una motocicleta, una motosierra, dos automóviles, una mujer en la cochera corriendo en un aparato monstruoso. Cuanta fealdad, cuanta banalidad, cuanta vacuidad pretéritamente inadvertida.

El arrastrar de sus propios zapatos lo sorprendió. ¿Había arrastrado los pies desde un inicio, había comenzado recién a arrastrarlos o los había arrastrado desde siempre? El despertar.

Ver a los niños jugando en la calle le trajo memorias perdidas de las veces en las que él mismo se dedicaba tardes enteras a perseguir una pelota o a destrozar pantalones por caerse tanto de la bicicleta. Tantos recuerdos herrumbrosos, tanto pasado precioso gracias al tamiz del tiempo. Pájaros de oropel trepando por su espalda, diciéndole una y otra vez que todo es una mentira y que no hay nada más lógico que creerlo.

Y de cuando en cuando, sus ojos. No aquellos ojos cafés llenos de poesía, no aquellos ojos llenos de deseo que lo desvestían sin tocarlo durante tanto tiempo. No. Ojos acusadores, llenos de reclamo, de decepción, ¡ay!, decepción. No cabía duda alguna, aquellos ojos lo estaban devorando desde adentro, desde el mismo centro de su memoria y no había más que rendirse, aceptar aquella derrota estúpida y salobre, mientras la calle seguía y seguía, larga, gris inacabable. Ni modo, la vida sigue y el suicidio era una alternativa demasiado común, tan sencilla que se negaba a aceptarla, un axioma de imbecilidad y vodeviles repetidos.

Techos altos, enredaderas tragándose las paredes felizmente y él contemplando el cielo nublado, sabiendo que la tormenta se acercaba, incapaz de comprender que aquello implicaba mojarse, empaparse hasta los huesos y un seguro resfriado lleno de incomodidades.

Miraba cada detalle, pero no se detenía en la observación de nada. Todo eran anuncios publicitarios de una vida que ya no lo era. Nada valía la pena como para prestarle atención.

Y entonces la vio, ahí, sin la cara de angustia con que la había imaginado. Sola pero decidida, subiendo a un autobús. Dueña de su tiempo, de su vida, de su entorno y de su pasado. El pasado de él. No había lágrimas, no había caras tristes, solo había determinación, una determinación de que él nunca había sido capaz y de la que ella siempre fue propietaria absoluta y vitalicia. No lo vio, menos mal. Salvarse de la vergüenza de explicar una facha que, si ella la hubiese tenido, hubiese sido un acto de complicidad. Pero no la tenía.

Y fue en ese momento cuando se dio cuenta de lo que aquel cielo gris significaba y se planteó la pregunta “¿Debería volver?” Un trueno lejano le hizo caer más en la vomitiva realidad en la que estaba y se volvió a preguntar, ahora con más decisión “¿Debería volver?” Una gota, en su párpado izquierdo, pequeña, helada, solitaria, aunque no por mucho. A lo lejos, el sonido inconfundible de la tormenta que venía sin miramientos, cruel, inhumana. Así fue como llegó a su decisión definitiva, sin miramientos, cruel... humana. La pregunta regresó, pero no se la hizo, estaba ahí, pendiente de los hilos de su voluntad sin animarse al asomo. “Volver”, se dijo, “¿para qué?” y siguió bajo la tormenta, sin lágrimas, sin dolores, sin un alma en venta.

FIN

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