Estaba solo, como
había estado desde que ella se había marchado. Pero la suya era una
soledad volcánica: ardiente, sofocante, claustrofóbica y
angustiante hasta la locura.
Ella no estaba, ella
no estaba, ella no, ella, no.
Sabía que estaba
haciendo algo, un fósforo en la mano, una ollita, un lejano olor a
café, el calor del fuego. Las viejas rutinas, vistas solamente a
través del cristal roto del abandono. Él era el culpable, lo sabía
y no tenía reparos en aceptarse como tal, repeticiones burdas,
llenas de lugares comunes “me lo merezco”, “fui un idiota”,
“solo así se aprende”, “o grandes felicidades o grandes
lecciones”... espejos rotos en los que resulta cruel mirarse. Las
palabras se le antojaban resbalosas, escurridizas, falsas. El mejor
amigo del hombre, el silencio.
Encontrarse con ella
en los rincones inexplorados. La esquina de la cocina a la que nunca
llegó la escoba por estar entre el refrigerador y el mueble que
servía de tabla para cortar la carne; el olor de las hojas de
albahaca recién cortada, el color del techo con las goteras que
jamás reparó.
Eso de mirar al
techo le pareció excesivo y muy cliché, así que decidió vencer la
depresión en nombre del decoro y salió a la calle intentando
recordar la sensación del sol en la cara. Ardillas jugueteando en
los alambres de electricidad, un par de pájaros en pleno cortejo,
automóviles entrando y saliendo de casas repetidas con problemas
iguales, similares o totalmente distintos, pero vividos de forma
diferente, aunque paradójicamente, igual de brutal.
Los cienpiés se
habían apoderado de gran parte de un tronco y ver cómo algunos se
encimaban a otros lo asqueó, pero siguió viendo, casi hipnotizado.
Ruidos mecánicos
resonando, rodeándolo. Una motocicleta, una motosierra, dos
automóviles, una mujer en la cochera corriendo en un aparato
monstruoso. Cuanta fealdad, cuanta banalidad, cuanta vacuidad
pretéritamente inadvertida.
El arrastrar de sus
propios zapatos lo sorprendió. ¿Había arrastrado los pies desde un
inicio, había comenzado recién a arrastrarlos o los había
arrastrado desde siempre? El despertar.
Ver a los niños
jugando en la calle le trajo memorias perdidas de las veces en las
que él mismo se dedicaba tardes enteras a perseguir una pelota o a
destrozar pantalones por caerse tanto de la bicicleta. Tantos
recuerdos herrumbrosos, tanto pasado precioso gracias al tamiz del
tiempo. Pájaros de oropel trepando por su espalda, diciéndole una y
otra vez que todo es una mentira y que no hay nada más lógico que
creerlo.
Y de cuando en
cuando, sus ojos. No aquellos ojos cafés llenos de poesía, no
aquellos ojos llenos de deseo que lo desvestían sin tocarlo durante
tanto tiempo. No. Ojos acusadores, llenos de reclamo, de decepción,
¡ay!, decepción. No cabía duda alguna, aquellos ojos lo estaban
devorando desde adentro, desde el mismo centro de su memoria y no
había más que rendirse, aceptar aquella derrota estúpida y
salobre, mientras la calle seguía y seguía, larga, gris inacabable.
Ni modo, la vida sigue y el suicidio era una alternativa demasiado
común, tan sencilla que se negaba a aceptarla, un axioma de
imbecilidad y vodeviles repetidos.
Techos altos,
enredaderas tragándose las paredes felizmente y él contemplando el
cielo nublado, sabiendo que la tormenta se acercaba, incapaz de
comprender que aquello implicaba mojarse, empaparse hasta los huesos
y un seguro resfriado lleno de incomodidades.
Miraba cada detalle,
pero no se detenía en la observación de nada. Todo eran anuncios
publicitarios de una vida que ya no lo era. Nada valía la pena como
para prestarle atención.
Y entonces la vio,
ahí, sin la cara de angustia con que la había imaginado. Sola pero
decidida, subiendo a un autobús. Dueña de su tiempo, de su vida, de
su entorno y de su pasado. El pasado de él. No había lágrimas, no
había caras tristes, solo había determinación, una determinación
de que él nunca había sido capaz y de la que ella siempre fue
propietaria absoluta y vitalicia. No lo vio, menos mal. Salvarse de
la vergüenza de explicar una facha que, si ella la hubiese tenido,
hubiese sido un acto de complicidad. Pero no la tenía.
Y fue en ese momento
cuando se dio cuenta de lo que aquel cielo gris significaba y se
planteó la pregunta “¿Debería volver?” Un trueno lejano le
hizo caer más en la vomitiva realidad en la que estaba y se volvió
a preguntar, ahora con más decisión “¿Debería volver?” Una
gota, en su párpado izquierdo, pequeña, helada, solitaria, aunque
no por mucho. A lo lejos, el sonido inconfundible de la tormenta que
venía sin miramientos, cruel, inhumana. Así fue como llegó a su
decisión definitiva, sin miramientos, cruel... humana. La pregunta
regresó, pero no se la hizo, estaba ahí, pendiente de los hilos de
su voluntad sin animarse al asomo. “Volver”, se dijo, “¿para
qué?” y siguió bajo la tormenta, sin lágrimas, sin dolores, sin
un alma en venta.
FIN
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