miércoles, 29 de octubre de 2014

Mi Mondrian y tu Picasso - Cuento


Adolfo Aliosha, ese es mi nombre. El que me puso mi padre, un admirador confeso del libro Mein Kampf y de Los Hermanos Karamazov, autor y personaje que componen mi maravilloso nombre. Esto no es una cuestión baladí, por supuesto que no. Esto es algo que me ha definido a lo largo de mi vida. Empecemos por el nombre de Adolfo, que hoy en día y desde mis tiempos, casi nadie lleva encima. Pero ese es el de menos, que tal el de ¡Aliosha! En la novela de Dostoievski era un diminutivo, pero el mío no es el caso, no señor, me llamo ALIOSHA.

¿Que si la he visto difícil? Imagínelo usted con todo el poder de su imaginación y le aseguro que se habrá de quedar corto. Sin embargo y en favor de mi padre... y de mi madre que fue la que no puso reparos al asunto, esas batallas infantiles me resultan hoy, claro, con el tamiz de los años, una verdadera delicia, sobre todo en estos tiempos en que las cosas van rápido y nadie tiene tiempo para fijarse en mis nombres, en la segunda guerra mundial, en un par de hermanos con un mal padre o en cualquier otro vestigio de conocimiento general que pueda asomarse.

Por lo demás, fue la mía una infancia feliz, llena, honor a quien honor merece, de muchas artes y buena literatura, al menos de la que se puede conseguir por estos rumbos, que tampoco es que La Princesa de Cléveris se encuentre en cada esquina... que hasta librerías es difícil encontrar.

Mi adolescencia, como la gran mayoría, se vio marcada por la rebeldía y por el desencuentro con aquellos que decidieron que viniese al mundo, pero fue pasando poco a poco y la reconciliación llegó de la mano con mi edad adulta, no sin antes haber pasado por una serie de tareas que iban desde Saint Exupéry hasta Don Lito de El Salvador, las ecuaciones de segundo grado con una incógnita; mis primeros encuentros con el baloncesto que a estas alturas, con todo y la vejez de las articulaciones, sigue siendo mi deporte favorito. Claro, mis primeras aventuras con el onírico sentimiento del amor adolescente, con sus característicos y beckerianos ex abruptos. Mi primer encuentro con Sabina y mi primer amor literario con Antonio Muñoz Molina y su Jinete Polaco.

Mi entrada en la adultez, forzada como la gran mayoría de los adultos incipientes en el país, fue a través de un trabajo que representó mis primeros ingresos, mis primeros encuentros con la tensión laboral y mi primera decepción, al no poder seguir los pasos del personaje de J. M. Barry. Mi desencanto con la tan ansiada adultez, que ha llegado hasta estos días, se fue cubriendo poco a poco con un aire de responsabilidad, tanto que llegué a creer que el hombre de negocios de la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330, no estaba precisamente en un error.

Conocí a Dalí un poco tarde, pues aún no me alcanza la vida para admirarlo. Pero, no crea que voy siguiendo los pasos de Malintzin, que la Familia de Papel me resulta de los cuadros mejor elaborados y más enternecedores que he visto. Me gustó la plástica tanto como la música y admiré con locura cada trabajo de Buonarotti, como amé la música de Zeppelin, como me admiré con cada Goya y sus desvaríos, como me emocionaron las notas de Haggard.

Había tenido, como sea, muchos años de bonanza económica y gozaba de placeres hedonistas de muchas clases.

Toda la parafernalia contada hasta hoy no es simplemente ese deseo de presumir. No. No soy tan banal ni tan presumido. Fue cuando cumplí los 38 que la conocí. Ella apenas tenía 23 y era una niña maravillosa que saltaba por todos lados y sonreía con despreocupación, obsequiando felicidad a cada paso. No exagero, ella era así, vital, imposible, onírica. ¿Su nombre?, su nombre no importa, no realmente, como no importan los pormenores insignificantes como su altura o la cantidad de dinero que pudo o no haber tenido.

No nos presentaron nunca, ella se acercó a mí y me dijo “hola, ¿te gusta Mafalda?” Claro, no acostumbrado a presentaciones tan poco ortodoxas, no acerté más que a sonreír. “¿Qué?”, me dijo “¿no te gusta?” Le estiré la mano y le dije “Al que no le guste Quino, no sabe nada de la vida” Ella no hizo nada más que sonreír, pero no hizo falta nada más. Aquella luz que me envolvió de repente era casi como el amor contemplativo desde la ciudad de plata. Yo era Uriel y ella la luz eterna. Hablamos de todos los libros de Mafalda publicado, de otros tantos libros de Quino, de Fontanarrosa, de Crumb... muy pronto nos dimos cuenta que el mundo se había desvanecido a la luz de las tiras cómicas y que, en aquella fiesta a la que había ido como un compromiso social, se había convertido en la velada más deliciosa que había tenido en mi vida. Nos fuimos de la fiesta como a eso de la una de la madrugada y acabamos en una estación de gas, hablando, riendo y yo, sin duda alguna, enamorándome como un imbécil, como nunca, jamás, creí que iba a hacerlo.

Quedamos... a ver, en realidad le supliqué, que nos viésemos más tarde ese mismo día. No podía quedarme con aquel deseo apremiante de seguir y seguir y seguir. Sorprendido, escuché que me decía que sí, que estaría encantada y que nos veríamos en una cafetería, pero por la tarde, que con todo el cansancio que tenía, seguro iba a dormir hasta el medio día.

Los días se iban corriendo cuando estaba con ella. Entrábamos en una dimensión propia, en donde el tiempo parecía, al mismo tiempo, estar detenido y viajar mucho más rápido que cualquier otra cosa. Conocí de su su afortunada cinefilia, su megalomanía y su gusto por el arte abstracto y surrealista (menuda combinación) Era alérgica a las iglesias y detestaba el tener que estar atada a un horario y a un lugar para aparentar ser una persona respetable que se puede ganar la vida de la manera más decente. Era cautelosa con las cuestiones sentimentales, porque no creía que el amor absoluto o la entrega incondicional fuesen una buena idea, sobre todo en un tiempo en que lo shakespeariano era ridículo, pero lo bergerackiano era falso.

Yo contaba las horas para salir de la compañía y poder verla, buscaba cualquier excusa para salir más temprano o para escaparme y verla una hora o incluso treinta minutos en mis horas laborales (frase que, por cierto, le causaba una cierta risa forzada pero altisonante)

Un buen día, la sorprendí con un regalo: había pedido a través de Internet la colección completa de Ths Sandman de Neil Gaiman y se la llevé a nuestra ya obligatoria cita de todos los días, cuando lo abrió gritó tan alegremente que me llenó de su felicidad, pero además se tiro a mis brazos y me besó. Un beso largo, aunque espontáneo, un beso del que se separó después de algunos segundos deliciosos y que quise prolongar tanto como la eternidad me lo permitiese. “Perdón...” dijo casi avergonzada, como nunca la había visto, pero luego se recompuso, me volvió a poner su mejor cara de la Wendy barryana y me dijo “gracias” con aquella sonrisa que me derretía las retinas. “Gracias a vos” le dije con una sonrisa involuntaria.

Comenzamos una relación implícita ese día. Jamás me declaré, lo que hizo que aquello se me convirtiera en una adicción todavía más cruel, más necesaria, más... como el polvo de los sueños de Oneiros. La besaba cada vez más y ella correspondía y luego continuábamos nuestras pláticas, lo cual me volvía cada día más, un esclavo de su humedad y de sus palabras.

Pero ella no parecía darse cuenta de mi debilidad, de mi cada vez más traumático vuelco de razón hacia ella. Ella simplemente me besaba, conversaba y seguía como si nada. Yo, claro está, quería más: quería vida, quería alma, quería tiempo y locura, todo en un solo paquete un solo hatillo de segura sin razón, envuelto en un papel de celofán con mi nombre en él... y ella no me lo entregaba, no me retornaba la locura, no me daba la necesidad de mí que yo necesitaba.

Los besos, las caricias, sus labios abiertos me perseguían, mucho más que si alguna vez nos hubiésemos acostado. Era doloroso y yo quería más de ella. Una señal, un pequeño guiño del compromiso de estar locos los dos, complementados, juntos y muy revueltos.

Finalmente, un buen día, después de querer sacarle con insinuaciones un poquito de confesión, le pregunté sin más miramientos “¿estás jugando conmigo?”, a lo que ella me contestó con un sonriente “claro, ¿por qué?”

Aquella respuesta, totalmente inesperada, me dejó sorprendido por un par segundos, ante la mirada inquisidora de ella. “¿pero... por qué?” Y me sentí un estúpido por haber preguntado de una manera tan burda. “Porque necesito jugar y divertirme, de lo contrario me moriría. ¿O es que vos querés que lo nuestro sea serio?” No supe muy bien qué responder o qué pensar y no pude hacer más que quedarme callado. “Sos demasiado Mondrian y yo soy demasiado Picasso” me espetó con cierta mueca de hastío y se fue.

Al día siguiente no nos vimos, ni tampoco al siguiente, ni al siguiente. Los días se iban como si el maldito Cronos se regodeara en mi desesperación e hiciera más lento su elemento. Pasaron nueve días antes de que ella me llamara y me dijera que nos viésemos. Para ese momento mi vida era ya un caos y el trabajo se me antojaba ya de una banalidad excesiva. Yo la quería a ella, a sus labios, a sus verbos inventados, a sus libros preferidos... a ella, a ella.

Nos vimos en una cafetería, como siempre y logramos entablar una conversación interesante, pero ella se sentó frente a mí y no a mi lado como hacíamos siempre, así que intuí que los besos, esa ambrosía tan necesaria para mi inmortalidad de memoria, estaba fuera de discusión. Sin embargo, verla, escucharla, conversar... eso era ya mi bálsamo de Fierabrás.

Pero ella evitaba mi mirada, ella quería decir algo que no se animaba a decir. Finalmente, cuando el sol comenzaba a palidecer, pareció tomar el valor que la luz que había quitado y me dijo sin más: “hubiera pasado mucho tiempo a tu lado... tal vez un par de vidas...” Aquella pausa, aquel pero dejado en el aire, implícito, invisible pero taladrante me hizo saber que la continuación de la frase no le correspondía a ella, sino a mí. “Pero no estás para crecer y hacerte adulta conmigo” Las lágrimas rodaron por sus mejillas y bajó la mirada. “Mi Mondrian y tu Picasso...” dije con un susurro “...se divirtieron por un tiempo, pero los caminos, como los de las pinturas, se tornaron muy distintos” Ella lloraba en silencio, mirando siempre la mesa “Las líneas están ahí” me dijo ella “pero no hay que pedirlas, a veces no hay siquiera que pintarlas” Y se levantó con brusquedad. Yo no dije nada, la vi partir sin volver la mirada y mis lágrimas se negaron a despedirla.

Los años han pasado, no la he visto más. Yo me casé, logré la estabilidad, la solidez y la armonía de mi tan anhelado Mondrian... pero todos los días, por unos minutos, me veo al espejo y gozo un poco recordando cada línea de Las señoritas de Avignon.

FIN

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