Adolfo Aliosha, ese
es mi nombre. El que me puso mi padre, un admirador confeso del libro
Mein Kampf y de Los Hermanos Karamazov, autor y personaje que
componen mi maravilloso nombre. Esto no es una cuestión baladí, por
supuesto que no. Esto es algo que me ha definido a lo largo de mi
vida. Empecemos por el nombre de Adolfo, que hoy en día y desde mis
tiempos, casi nadie lleva encima. Pero ese es el de menos, que tal el
de ¡Aliosha! En la novela de Dostoievski era un diminutivo, pero el
mío no es el caso, no señor, me llamo ALIOSHA.
¿Que si la he visto
difícil? Imagínelo usted con todo el poder de su imaginación y le
aseguro que se habrá de quedar corto. Sin embargo y en favor de mi
padre... y de mi madre que fue la que no puso reparos al asunto, esas
batallas infantiles me resultan hoy, claro, con el tamiz de los años,
una verdadera delicia, sobre todo en estos tiempos en que las cosas
van rápido y nadie tiene tiempo para fijarse en mis nombres, en la
segunda guerra mundial, en un par de hermanos con un mal padre o en
cualquier otro vestigio de conocimiento general que pueda asomarse.
Por lo demás, fue
la mía una infancia feliz, llena, honor a quien honor merece, de
muchas artes y buena literatura, al menos de la que se puede
conseguir por estos rumbos, que tampoco es que La Princesa de
Cléveris se encuentre en cada esquina... que hasta librerías es
difícil encontrar.
Mi adolescencia,
como la gran mayoría, se vio marcada por la rebeldía y por el
desencuentro con aquellos que decidieron que viniese al mundo, pero
fue pasando poco a poco y la reconciliación llegó de la mano con mi
edad adulta, no sin antes haber pasado por una serie de tareas que
iban desde Saint Exupéry hasta Don Lito de El Salvador, las
ecuaciones de segundo grado con una incógnita; mis primeros
encuentros con el baloncesto que a estas alturas, con todo y la vejez
de las articulaciones, sigue siendo mi deporte favorito. Claro, mis
primeras aventuras con el onírico sentimiento del amor adolescente,
con sus característicos y beckerianos ex abruptos. Mi primer
encuentro con Sabina y mi primer amor literario con Antonio Muñoz
Molina y su Jinete Polaco.
Mi entrada en la
adultez, forzada como la gran mayoría de los adultos incipientes en
el país, fue a través de un trabajo que representó mis primeros
ingresos, mis primeros encuentros con la tensión laboral y mi
primera decepción, al no poder seguir los pasos del personaje de J.
M. Barry. Mi desencanto con la tan ansiada adultez, que ha llegado
hasta estos días, se fue cubriendo poco a poco con un aire de
responsabilidad, tanto que llegué a creer que el hombre de negocios
de la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330, no
estaba precisamente en un error.
Conocí a Dalí un
poco tarde, pues aún no me alcanza la vida para admirarlo. Pero, no
crea que voy siguiendo los pasos de Malintzin, que la Familia de
Papel me resulta de los cuadros mejor elaborados y más
enternecedores que he visto. Me gustó la plástica tanto como la
música y admiré con locura cada trabajo de Buonarotti, como amé la
música de Zeppelin, como me admiré con cada Goya y sus desvaríos,
como me emocionaron las notas de Haggard.
Había tenido, como
sea, muchos años de bonanza económica y gozaba de placeres
hedonistas de muchas clases.
Toda la parafernalia
contada hasta hoy no es simplemente ese deseo de presumir. No. No soy
tan banal ni tan presumido. Fue cuando cumplí los 38 que la conocí.
Ella apenas tenía 23 y era una niña maravillosa que saltaba por
todos lados y sonreía con despreocupación, obsequiando felicidad a
cada paso. No exagero, ella era así, vital, imposible, onírica. ¿Su
nombre?, su nombre no importa, no realmente, como no importan los
pormenores insignificantes como su altura o la cantidad de dinero que
pudo o no haber tenido.
No nos presentaron
nunca, ella se acercó a mí y me dijo “hola, ¿te gusta Mafalda?”
Claro, no acostumbrado a presentaciones tan poco ortodoxas, no acerté
más que a sonreír. “¿Qué?”, me dijo “¿no te gusta?” Le
estiré la mano y le dije “Al que no le guste Quino, no sabe nada
de la vida” Ella no hizo nada más que sonreír, pero no hizo falta
nada más. Aquella luz que me envolvió de repente era casi como el
amor contemplativo desde la ciudad de plata. Yo era Uriel y ella la
luz eterna. Hablamos de todos los libros de Mafalda publicado, de
otros tantos libros de Quino, de Fontanarrosa, de Crumb... muy pronto
nos dimos cuenta que el mundo se había desvanecido a la luz de las
tiras cómicas y que, en aquella fiesta a la que había ido como un
compromiso social, se había convertido en la velada más deliciosa
que había tenido en mi vida. Nos fuimos de la fiesta como a eso de
la una de la madrugada y acabamos en una estación de gas, hablando,
riendo y yo, sin duda alguna, enamorándome como un imbécil, como
nunca, jamás, creí que iba a hacerlo.
Quedamos... a ver,
en realidad le supliqué, que nos viésemos más tarde ese mismo día.
No podía quedarme con aquel deseo apremiante de seguir y seguir y
seguir. Sorprendido, escuché que me decía que sí, que estaría
encantada y que nos veríamos en una cafetería, pero por la tarde,
que con todo el cansancio que tenía, seguro iba a dormir hasta el
medio día.
Los días se iban
corriendo cuando estaba con ella. Entrábamos en una dimensión
propia, en donde el tiempo parecía, al mismo tiempo, estar detenido
y viajar mucho más rápido que cualquier otra cosa. Conocí de su su
afortunada cinefilia, su megalomanía y su gusto por el arte
abstracto y surrealista (menuda combinación) Era alérgica a las
iglesias y detestaba el tener que estar atada a un horario y a un
lugar para aparentar ser una persona respetable que se puede ganar la
vida de la manera más decente. Era cautelosa con las cuestiones
sentimentales, porque no creía que el amor absoluto o la entrega
incondicional fuesen una buena idea, sobre todo en un tiempo en que
lo shakespeariano era ridículo, pero lo bergerackiano era falso.
Yo contaba las horas
para salir de la compañía y poder verla, buscaba cualquier excusa
para salir más temprano o para escaparme y verla una hora o incluso
treinta minutos en mis horas laborales (frase que, por cierto, le
causaba una cierta risa forzada pero altisonante)
Un buen día, la
sorprendí con un regalo: había pedido a través de Internet la
colección completa de Ths Sandman de Neil Gaiman y se la llevé a
nuestra ya obligatoria cita de todos los días, cuando lo abrió
gritó tan alegremente que me llenó de su felicidad, pero además se
tiro a mis brazos y me besó. Un beso largo, aunque espontáneo, un
beso del que se separó después de algunos segundos deliciosos y que
quise prolongar tanto como la eternidad me lo permitiese. “Perdón...”
dijo casi avergonzada, como nunca la había visto, pero luego se
recompuso, me volvió a poner su mejor cara de la Wendy barryana y me
dijo “gracias” con aquella sonrisa que me derretía las retinas.
“Gracias a vos” le dije con una sonrisa involuntaria.
Comenzamos una
relación implícita ese día. Jamás me declaré, lo que hizo que
aquello se me convirtiera en una adicción todavía más cruel, más
necesaria, más... como el polvo de los sueños de Oneiros. La besaba
cada vez más y ella correspondía y luego continuábamos nuestras
pláticas, lo cual me volvía cada día más, un esclavo de su
humedad y de sus palabras.
Pero ella no parecía
darse cuenta de mi debilidad, de mi cada vez más traumático vuelco
de razón hacia ella. Ella simplemente me besaba, conversaba y seguía
como si nada. Yo, claro está, quería más: quería vida, quería
alma, quería tiempo y locura, todo en un solo paquete un solo
hatillo de segura sin razón, envuelto en un papel de celofán con mi
nombre en él... y ella no me lo entregaba, no me retornaba la
locura, no me daba la necesidad de mí que yo necesitaba.
Los besos, las
caricias, sus labios abiertos me perseguían, mucho más que si
alguna vez nos hubiésemos acostado. Era doloroso y yo quería más
de ella. Una señal, un pequeño guiño del compromiso de estar locos
los dos, complementados, juntos y muy revueltos.
Finalmente, un buen
día, después de querer sacarle con insinuaciones un poquito de
confesión, le pregunté sin más miramientos “¿estás jugando
conmigo?”, a lo que ella me contestó con un sonriente “claro,
¿por qué?”
Aquella respuesta,
totalmente inesperada, me dejó sorprendido por un par segundos, ante
la mirada inquisidora de ella. “¿pero... por qué?” Y me sentí
un estúpido por haber preguntado de una manera tan burda. “Porque
necesito jugar y divertirme, de lo contrario me moriría. ¿O es que
vos querés que lo nuestro sea serio?” No supe muy bien qué
responder o qué pensar y no pude hacer más que quedarme callado.
“Sos demasiado Mondrian y yo soy demasiado Picasso” me espetó
con cierta mueca de hastío y se fue.
Al día siguiente no
nos vimos, ni tampoco al siguiente, ni al siguiente. Los días se
iban como si el maldito Cronos se regodeara en mi desesperación e
hiciera más lento su elemento. Pasaron nueve días antes de que ella
me llamara y me dijera que nos viésemos. Para ese momento mi vida
era ya un caos y el trabajo se me antojaba ya de una banalidad
excesiva. Yo la quería a ella, a sus labios, a sus verbos
inventados, a sus libros preferidos... a ella, a ella.
Nos vimos en una
cafetería, como siempre y logramos entablar una conversación
interesante, pero ella se sentó frente a mí y no a mi lado como
hacíamos siempre, así que intuí que los besos, esa ambrosía tan
necesaria para mi inmortalidad de memoria, estaba fuera de discusión.
Sin embargo, verla, escucharla, conversar... eso era ya mi bálsamo
de Fierabrás.
Pero ella evitaba mi
mirada, ella quería decir algo que no se animaba a decir.
Finalmente, cuando el sol comenzaba a palidecer, pareció tomar el
valor que la luz que había quitado y me dijo sin más: “hubiera
pasado mucho tiempo a tu lado... tal vez un par de vidas...”
Aquella pausa, aquel pero dejado en el aire, implícito, invisible
pero taladrante me hizo saber que la continuación de la frase no le
correspondía a ella, sino a mí. “Pero no estás para crecer y
hacerte adulta conmigo” Las lágrimas rodaron por sus mejillas y
bajó la mirada. “Mi Mondrian y tu Picasso...” dije con un
susurro “...se divirtieron por un tiempo, pero los caminos, como
los de las pinturas, se tornaron muy distintos” Ella lloraba en
silencio, mirando siempre la mesa “Las líneas están ahí” me
dijo ella “pero no hay que pedirlas, a veces no hay siquiera que
pintarlas” Y se levantó con brusquedad. Yo no dije nada, la vi
partir sin volver la mirada y mis lágrimas se negaron a despedirla.
Los años han
pasado, no la he visto más. Yo me casé, logré la estabilidad, la
solidez y la armonía de mi tan anhelado Mondrian... pero todos los
días, por unos minutos, me veo al espejo y gozo un poco recordando
cada línea de Las señoritas de Avignon.
FIN
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