Crónica de una operación reprogramada
Le cuento, mi mandíbula se portó mal conmigo desde mediadios de Abril. Sin embargo, es una represalia justa y necesaria pues la ignoré cuando resultó dislocada en el verano de 1992. Imagínese usted lo descuidado, que pese a que me quedó haciendo un sonido de click y provocando un leve dolor cada vez que masticaba, desde ese entonces hasta hoy. Sin embargo, había logrado sobrevivir con el sonido y el dolor, digamos, sin problemas en extremo graves, hasta este año.
Estamos a finales de Abril. Siendo que merced de la pandemia trabajo desde casa, me levanto prácticamente solo cuarenta minutos antes de que mi turno comience, siendo que me voy al baño, me lavo la cara, tomo un buen sorbo de agua, etcétera.
En fin, mi trabajo me exige entrar a veces a las seis de la mañana, a veces a las cuatro de la mañana. Como le decía, estamos a mediados de Abril y mi alarma ha comenzado a sonar, avisándome que son las 3 con 15. Esa semana estoy entrando a las 4 de la mañana a trabajar y me levanto a esa hora para llevar a cabo el honorable ritual que le contaba en el párrafo anterior. Tenga en cuenta que a esa hora en mi casa, están durmiendo hasta las cucarachas, así que no es que le voy a hablar ni a la imagen en el espejo para decirle «Dios, que guapo que estás», porque no soy tan mentiroso y porque podría despertar a mi esposa.
Así pues, enciendo mi computadora, abro todas las herramientas que necesito abrir y me dispongo. Me cae una llamada y cuando intento contestar, me doy cuenta de que el dolor leve de mi mandíbula, ha tenido a bien convertirse en un dolor extremo y no solo al masticar, sino ya con solo intentar hablar. Delicioso. Como sea, para que el jefe llegue faltan aún dos horas, así que me dispongo a soportar dos horas antes de decirle que me urge ir al hospital a que me vean la condenada y traicionera mandíbula.
Así que pasan dos horas y mi jefe saluda y da los buenos días. Mis modales aún no han salido volando por la ventana, así que lo saludo, pero le cuento inmediatamente que la sencilla tarea de hablar, no se diga ya la de comer, se ha vuelto una tortura sabrosa. Le digo que necesito ir al hospital y, efectivamente me voy, no sin antes desayunar, cosa que hace que invoque a todos mis antepasados en náhuatl, del puritito dolor.
Llego al hospital a las 6 y 30 de la mañana. Me pasan a evaluación en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS para los amigos) y la doctora que me ve, suerte para mí, me pasa directamente con el maxilofacial. Son casi las 7 de la mañana. El dolor no disminuye, pero tampoco aumenta. Sigo esperando y contrario a la mayoría de «clientes» que están ahí esperando en el área dental, yo no puedo dormirme, el dolor no aumenta, como ya dije, pero tampoco disminuye y es lo suficiente como para que no me permita echar una cabezadita coqueta en lo que el doctor llega.
A eso de las 7 y 40, el doctor hace su entrada triunfal, aunque siendo que no lo conozco, lo veo y solo tengo la esperanza de que sea él. Pasan tres personas antes de que pase yo, pero al escuchar mi nombre siento que un coro de ángeles comienza a entonar alabanzas a su creador. El doctor me examina, escucha el atronar de mi mandíbula y me dice que la cura certera y prácticamente única, si es que deseo que sea definitiva, es la cirugía, ya que muy probablemente, el "disco" (así le llama él), se ha salido de su sitio o se ha roto. No lo pienso, le digo que sí, porque aquello de parecer mandíbula de acero no es que me enloquezca de alegría.
Como paleativo, el doctor me inyecta algo que me dice que es un esteroide que va a minimizar el dolor y el ruidillo, pero que ambas cosas volverán, a menos que me opere. Me inyecta el esteroide que espero que no me afecte por otros lugares de mi anatomía como mi ser más ignorante teme y me da tres días de incapacidad, pues el dolor pasará, pero la capacidad para masticar o hablar como Dios manda tardarán aún algunos días en aparecer.
Mientras, como no, me deja una serie de exámenes pre operatorios, incluyendo la novedosa prueba para el Covid19 y me deja la cita para acordar la fecha de la operación dos semanas después. Debo llegar un día a hacerme una serie de exámenes al laboratorio del ISSS, así que llego antes de las seis de la mañana para poder pasar rápido... me toca el número 115 (no, no estoy exagerando, de veras, de veritas que ese me tocó) Los exámenes son de orina y de sangre, incluyendo uno que me deben tomar primero en ayunas, luego me dan a beber un líquido delicioso con sabor a cereza y muy dulce y debo esperar 3 horas para el siguiente examen, con que me toca quedarme en el lugar por tres horas más, antes del siguiente examen. El examen del Covid19 es uno de esos exámenes molestos. Meten un hisopo por la nariz y te limpia hasta los malos pensamientos, porque el condenado se siente que llega hasta el alma.
La siguiente cita es con el anestesiólogo, que ve mis anteriores exámenes y me dice que estoy prácticamente bien, así que me voy con el maxilofacial, dos semanas después, para que me de la cita para dentro de una semana para la operación.
¿Leyó el título? Pues eso. Después de esperar un poco más de un mes, por razones totalmente fuera de mi control, del control del doctor, enfermeras, etcétera, la operación debe ser pospuesta. El quirófano en donde iban a operarme se retrasó ya que una operación anterior se alargó.
Y nada, chulón (sin ropa, desnudo, en caso de que no sea usted salvadoreño), con medicamentos inyectados a través del suero, mareado (gracias a los medicamentos), acostado en un camilla y en espera, llega el doctor, visíblemente apenado y me dice, "no convenía mi estimado"
Así pués, me deja cita para dentro de dos semanas para volver a programar la operación. La siguiente semana, llego, me voy al área de «Dental», me siento, espero, espero, espero... y sale el encargado del área dental, diciendo que, al pobre doctor le ha dado Covid y que las citas tendrán que ser reprogramadas para dentro de 15 días. Sí, 15 días más.
Llego después de 15 días, el doctor, menos mal, ha superado la enfermedad y está con toda la energía y la gana, dispuesto a verme y reprogramar la operación. Así, me deja la cita para dentro de 3 semanas más, para que me puedan operar.
Un día antes de presentarme, me llama y me dice que ese día, debo ir con el anestesiólogo de nuevo, ya que esas evaluaciones solo duran 15 días y la mía fue hace más de 1 mes. Pido permiso de emergencia en el trabajo y me voy con el anestesiólogo y me dice: «¿a usted ya lo había visto antes, verdad?» Le explico entre bromas al doctor y termina deseándome buena suerte.
Al día siguiente, una vez más, antes de las seis de la mañana, estamos mi esposa y yo (en caso de que no lo haya mencionado, mi esposa, héroe de mil batallas y santa en potencia... digo, se casó conmigo y ya solo eso le ha ganado millones de puntos en el cielo por la paciencia. Le decía, mi esposa me acompañó al primer intento, como mi acompañante) El maxilofacial, en la cita anterior con él, me había dicho que la prueba de Covid que me iban a hacer es una prueba rápida que tarda 1 hora en proporcionar resultados, y que una vez el resultado negativo fuese recibido, entonces se procedía con la operación.
¿Leyó el título? De nuevo, chulón (desnudo, sin ropa, por si ya se le olvidó)
, con medicamentos inyectados, mareado, aunque ahora en la sala preoperatoria, espero y se acerca uno de los enfermeros y me dice, no tiene la prueba de Covid en el expediente. Le digo que me iban a sacar una prueba rápida y la previa sonrisa de él, se transforma en un rictus. «Ahorita no tenemos pruebas rápidas, me dice él» Y después de, tal vez una hora, el doctor llega, pregunta por mi. Ahora todavía más apenado que la vez anterior, a la par que molesto, me dice «don Alberto, lo siento, pero resulta que se les acabaron las pruebas rápidas y no han tenido la inteligencia de pedir más» Se le oye molesto con la organización y extremadamente apenado conmigo. «Me encabrona la falta de comunicación que hay aquí» me dice «pero no, don Alberto, le prometo que la tercera es la vencida»
Yo termino riéndome. Al fin y al cabo, enojarme, ¿con quién? El doctor, del que apenas y he hablado, se ha portado extremadamente bien conmigo, me ha logrado aliviar el dolor exactamente por el tiempo que me dijo que se me iba a aliviar y, al fin y al cabo, no es culpa de él, ni del personal de enfermería, que también se ha portado extremadamente bien conmigo. Así pues, llega mi esposa, con cara de «carajo, ¿de nuevo?» y compartimos el almuerzo que tenían destinado para mi: Incaparina, yogurt líquido, juguito de naranja y gelatina.
Por cierto, que las operaciones, estas dos, han sido programadas para los días jueves, así que, según el horario de mi trabajo, al día siguiente (en realidad los dos días siguientes) tengo libre.
Así pués, contrito, me voy a contarle a mi jefe que, de nuevo, la operación se ha pospuesto. Afortunadamente, la esposa de mi jefe anduvo en las mismas vueltas y practicamente con el mismo resultado, algunos años antes, con que él sabe y comparte mi dolor. La operación, de nuevo, es reprogramada para dos semanas.
Sin embargo, el domingo, mi primer día de trabajo después de mis días libres, al levantar la cara de la almohada, noto que mi mandíbula se ha desgajado de sus soportes. Me aterrorizo, para qué le voy a mentir, así que con dolor, con bastante dolor, logro hacerme llegar la mandíbla a su lugar y salgo volando al ISSS. Le explico a la doctora que evalúa cada uno de los casos de emergencia y le comento mi odisea, desencanto y angustia. Me dice que solo la cirugía me puede salvar y me pasa con el médico que me va a auscultar. Sin embargo, luego de 10 minutos de espera, me vuelve a llamar y me dice: «¿sabe qué?, le voy a dar ibuprofeno y tres días de incapacidad, de todos modos la cirugía ya la tiene programada y no hay mucho más que podamos hacer»
Pasan los 3 días de incapacidad, me presento a trabajar, ahora hablando entre dientes y llevando una dieta estricatamente líquida. Lentamente, el tiempo va pasando, día tras días y llega el domingo de la semana antes de la operación, día que, una vez más, me van a limpiar los malos pensamientos haciéndome el examen de Covid. Me voy, siento que el hisopo abre las puertas del cielo, veo la luz al final del tunel y luego, me retiro.
Un día antes del tercer intento de cirugía, me presento con el anestesiólogo, quien observa mis exámenes de nuevo y me dice que estoy bien y que me verá al día siguiente en el quirófano (deja escapar una sonrisa triste y solidaria)... ojalá.
Y vamos de nuevo, mi santa esposa y yo, antes de las seis de la mañana, ahora los enfermeros y enfermeras me saludan con familiaridad, hemos intentado esto tres veces ya y hasta bromeamos con la posibilidad de que, de nuevo, me reprogramen la cita.
Llegado el momento, chulón (sin ropa, en caso de que se le haya esfumado la
idea), con los medicamentos ya inyectados, me llevan en silla de ruedas al quirófano y cuando entro al quirófano y veo al maxilofacial, le aseguro que jamás me había sentido tan feliz de que alguien me rajara la cara. Me inyectan la anestesia y cuando despierto, todo se ha acabado. El lado izquierdo de mi rostro se siente dormido e hinchado, pero la enfermera me vé y me dice, al fin don Alberto, hoy sí se pudo. Respiro aliviado y profundamente agradecido con todo el personal del hopital, el doctor, el anestesiólogo, cada uno de los enfermeros y enfermeras que bromearon conmigo y me hicieron sentir cómodo y me sacan para platicar unos segundos con mi esposa y asegurarle que estoy bien y que, por fin, todo se llevó a cabo como veníamos soñando desde hacía meses.
La organización del ISSS podrá ser verdaderamente mala, pero el personal, al menos en lo que a mi se refiere, ha sido realmente excepcional y no cabe en mi, más que agradecimiento.
El doctor Edgar Romero, el maxilofacial, es un profesional fuera de serie y en mis seguimientos postoperatorios, se ha portado como un buen amigo. No puedo menos que recomendar su experiencia y pericia en el área, para todos aquellos que quieran o necesiten de sus servicios. Estoy pensando en mandar a hacerle una estatua de bronce en agradecimiento.
A todas las enfermeras y enfermeros que me ayudaron a pasar el trago amargo de la operación reprogramada una y otra vez, mil gracias por sus risas y bromas, por sus esfuerzos por ayudarme.
Y nada más, aquí me tiene usted, con una mandíbula funcional, casi listo para presentarme de nuevo al trabajo y, de nuevo, con un profundo agradecimiento para todas las personas que han estado conmigo: mi esposa, por supuesto, que está y estará... y ya con eso es más que bastante; mi madre, que me ha tenido en sus oraciones, pese a mi falta de fé y me ha ayudado con su compañía y plática; a mi hermano y mi cuñada, que me han visitado con regularidad y hemos platicado y reído mucho y en fin, a todos aquellos que han estado pendientes, MUCHAS GRACIAS :)
NOTA: Todas las ilustraciones han sido hechas por mí.
2 comentarios:
De película Albert ... dejarias de ser tú... gracias a Dios ya paso y me.laegra q estes bien!! 🤗
Graciaaaaaaaas, abrazos!!
Publicar un comentario