La Redención del Olvidado
CAPÍTULO TERCERO
Guerra. Recuerdos de una guerra perdida. No sabe cuándo, no recuerda exactamente contra quién, pero hay viejos recuerdos de guerra. Come un trozo de yuca frita y sabe que tiene esos recuerdos, pero no sabe por qué, desde cuándo o a través de quién tiene esos recuerdos. Él nunca estuvo en la guerra del país, en ninguno de los dos bandos. Más aún, detestaba la idea de las guerras, le parecían estúpidas y sin sentido, sobre todo si su vida corría peligro. Otro trozo de yuca. Había salido temprano del trabajo, en el que era un importante ejecutivo, y tuvo deseos, casi incontrolables, de estacionarse y pedir un plato de yuca frita en aquel mercado.
Se sabe poderoso, es una pieza clave dentro de la compañía y sabe que sin sus conocimientos y sin su agresividad, la compañía no sería nada, jamás hubiesen podido conseguir los clientes que tenían en aquellos momentos. Y es por ello que se podía dar el lujo de salir prácticamente a la hora que quisiera.
Pasaría después por alguno de los prostíbulos caros que acostumbraba visitar, le pagaría más de lo que una de las mujeres le pediera y disfrutaría de un sexo salvaje y agradecido por parte de aquella chica. Golpearlas, eso era lo que realmente le ponía, y estando tan agradecidas por el dinero extra, jamás dirían nada, porque la gran mayoría de aquellas prostitutas necesitaban el dinero, con urgencia, para mantener a sus hijos o a sus maridos drogadictos. El poder y el dinero eran maravillosos.
Pero, ¿una guerra? Podía saborear la sangre de los enemigos que había descuartizado. Eso le agradaba. Pero saberse derrotado le quitaba toda la gracia a saberse el asesino de todos aquellos enemigos. No tenía sentido tener aquellos recuerdos que no le pertenecían. Eso no tenía ni siquiera un poco de lógica.
Salió de aquel lugar satisfecho, victorioso e intrigado, pero bastante motivado. Le pagaría a dos chicas, al fin y al cabo, tenía con qué hacerlo y hacía tiempo que no lo hacía con dos. Aquella experiencia de ser el único macho de aquella pequeña manada... Sí, serían dos chicas, sin lugar a dudas.
A punto de subirse al automóvil, un chico enclenque y muy bajito se le acercó. Hizo una cara de hastío, y comenzó a hurgarse en la bolsa derecha del pantalón para darle una moneda cuando el chico se movió, a una velocidad que no parecía posible para un niño con apariencia tan débil y a decir verdad no hubiese sido posible para ningún ser humano, y lo tomó de la mano.
- Imbécil presuntuoso - le dijo con una voz tan grave que lo asustó - como siempre, las ambiciones te corrompen, típico de un ocelopilli - y le pegó una bofetada que lo hizo rebotar en el capó del automóvil - es hora de que te obligue a recordar.
Él logró recuperarse apenas, solo para recibir otro golpe en la cabeza que lo hizo caer de rodillas. El niño, que él había comprobado que no era tal, lo tomó por los hombros y abrió los ojos de una forma exagerada, mientras en sus pupilas bailaba una llama entre naranja y amarilla.
- A recordar, soldado, hay una guerra que es necesaria y que te reclama. ¿Cuál es tu nombre?
- Ricardo - le contestó apenas con un hilo de voz.
- No estúpido, tu nombre real.
Y entonces la guerra volvió con toda naturalidad, con toda la crudeza y frialdad. Todas las costillas quebradas, todos los cráneos rotos, los gritos de guerra, los de dolor, los de la derrota sufrida la última vez. Su muerte. Claro, su muerte. Y vio de nuevo todo lo sucedido después de su muerte. Una mujer lo lleva a través de un interminable terreno yermo, todo silencio, todo ansiedad por saber qué pasaría.
- ¿Adónde vamos? - le pregunta él con cierta timidez.
- A presentarte a todos los gobernantes y por último a él, al gran gobernante - le decía ella, mientras un leve rubor recorría sus mejillas - y finalmente, a comenzar tu existencia en estas maravillosas tierras oscuras.
- Así que al final, no éramos inmortales, como nos habían dicho, como todos, terminamos en este lugar.
- ¿Inmortal?, si vienes de arriba, seguro vas a morir, sin importar lo que te digan.
Caminaron por lo que a él se le antojó una eternidad, sin hablar, estaba molesto con todo, con la mentira de la inmortalidad, con tener que estar ahí, en las tierras oscuras, con no poder cumplir nunca más su ambición de ser uno de los grandes. Dejar de ser un pobre soldado ocelopilli, comenzar su propia casta, ser el que rompiera con la tradición, ser alguien, alguien.
Caminaron a través del pasillo de los gobernantes, de quienes no recordaría su nombre después. Hasta que llegaron con él, el gran gobernante, el máximo emperador de todo aquel lugar. Todo aquel poder, aquella majestuosidad, su imponencia, su despreocupada autoridad, como quien nace con ella. ¿Había nacido aquel ser?
Lo odió desde el primer momento en que lo vio y le dijo bienvenido con aquella voz atronadora que resonó en lo más profundo de su ser y le hizo recordar lo que era: un soldado cualquiera, del que nadie recordaría ni siquiera el nombre, alguien que no era ni lejos, como aquel ser de gran poder, que había nacido (¿nacido?) con aquel poder, con todo el mando de una región que, empezaba él a creer, era infinita. Él, el rey, era precisamente todo lo que siempre quiso ser y que no llegaría a ser nunca. No pudo menos que sentir el deseo de estrangularlo. Deseo que se extinguió tan rápido como había aparecido, ¿qué podía hacer él, que no logro ni siquiera ganar una guerra contra otros mortales como él, contra aquel que dominaba tierras eternas e infinitas?
La guía le indicó el camino a seguir, luego de haber sido presentado con sus futuros gobernantes y se dirigieron a su futura vivienda. Caminaron hacia un desfiladero en la que se encontraba empotrada su futura vivienda, la cual tenía una vista privilegiada, según le indicaba aquella molesta guía que comenzaba a resultarle una compañía cansina e insoportable.
Se sintió aliviado al comprobar que aquella presencia femenina se retiraba y lo dejaba en su futura "casa de habitación" como le había dicho ella. Entró para comprobar que prácticamente todo estaba listo y puesto en su lugar. Tenía una mesa tallada en obsidiana, bastante hermosa por lo demás; unas sillas de ópalo y unos platos de rutilo, que parecían reflejar todo lo que tenían a su alrededor; ventanas rústicas talladas en la piedra que conformaba la casa; un librero tallado en una especie de madera negra que él desconocía, llena de libros que él no sabía leer, pues siendo él de casta baja, nunca pudo aprender a descifrar lo que decían las palabras puestas en aquellas hojas de maguey. No había lugar en donde poder cocinar los alimentos y eso le inquietó, pero luego pensó que, estando muerto, no iba a necesitar de la comida, comprobando además que, pese a todo el tiempo que llevaba en aquel lugar, no tenía hambre en lo absoluto.
Se sentó. Pensó por un momento en lo insoportable que le iba a resultar la eternidad en aque lugar y en ese momento tocaron a la puerta.
"La maldita guía", pensó y se quedó sentado dispuesto a no abrir. No quería ni siquiera verle la cara.
Volvieron a tocar.
- Estoy comiendo - fue lo único que se le ocurrió decir. - Y soy un imbécil - dijo casi en un susurro.
Tocaron por tercera vez, y él dio la vuelta a la silla viendo hacia la ventana, que mostraba el abismo profundo y flamígero que tenía por paisaje.
"Tiene que irse en un algún momento", pensó y se dijo que tenía toda una eternidad para ignorarla. Todo pasó tan rápido que no supo lo que había pasado hasta algunos segundos después. La puerta voló en pedazos, él calló de la silla quebrándola y alguien se posó sobre su pecho, agarrándole el pelo con una fuerza mucho más grande de lo que él había sentido jamás.
- Si yo llamo, se debe abrir la puerta. Siempre - le dijo una voz grave y lejanamente conocida.
- ¿Quién invade mi casa y me maltrata? - preguntó con un deje de orgullo guerrero que lo obligaba a mantenerse calmado en la peor de las situaciones.
- Alguien que puede hacerte pasar la eternidad en la peor de las situaciones, guerrero de clase baja. No te conviene hacerte el fuerte conmigo, puedo hacerte caer tantas veces que vas a sentir que tu hogar siempre estuvo en este suelo.
El guerrero sabía por demás que lo que el otro decía era realidad, que sentirlo sobre su pecho, halándole el pelo y estrangulándolo con una facilidad que realmente daba miedo, era una prueba clara de lo mal que podía pasarla si no se portaba sumiso, como era obvio que aquél otro quería.
- ¿Y qué es lo que te trae a mi casa?
- Tu orgullo de guerrero y tus ambiciones estúpidas. Sé que tu sueño es salir del agujero en el que siempre has vivido, guerrero ocelopilli, tu deseo de ser alguien, aunque sea mínimamente mejor. En tu lugar de nacimiento, en las tierras claras, eso es imposible, si naces para morir sin pena ni gloria, efectivamente mueres como un insecto anónimo.
Se sintió herido y transparente. El otro había podido leer sin problemas su situación, estuvo a punto de contraatacar para no quedar como un tonto, estaba dispuesto a decirle lo que realmente se merecía, pero el otro le tapó la boca con una de sus manos, sin soltarle el cuello, y le dijo:
- Pero aquí, con nosotros como tu ayuda, tal vez las cosas puedan cambiar, siempre y cuando estés dispuesto.
Aquella declaración le hizo ponerse alerta, pero hizo que se tranquilizara. La mano se alejó para dejarle hablar, mientras que la otra comenzó a relajarse en torno a su cuello.
- ¿Qué tendría que hacer? - dijo, mientras intentaba ponerse de pie.
- Nada complicado - fue la respuesta del otro, que ya estaba sentado en una de las sillas, con ademán despreocupado y viendo hacia el paisaje de la ventana - solo matar al gran emperador.
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Finalmente, todo estaba claro, su verdadera razón para estar en aquel lugar, su promesa, lo que se le había prometido, su pasado real, no el que tenía clavado en la memoria, todo lo que se suponía que debía llevar a cabo para ganarse un lugar dentro del linaje importante de las tierras oscuras,... su verdadero nombre.
- Tu verdadero nombre, guerrero.
- Mi nombre, gran señor, es Xikin Ts’íik y estoy de regreso en las tierras claras para matar al gran emperador.
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