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HACKING
Alberto Chavez
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10 CAPÍTULO X
Comencé por correr, no sabía por qué, pero sabía que tenía que huir de
aquel lugar. Algo había pasado, algo había alertado a bigotes y yo no
sabía exactamente lo que era. Sin embargo, mi instinto de conservación
me dijo que tenía que salir corriendo, o que correría peligro. Con todo,
mientras corría sin dirección específica, me decía a mí mismo que todo
aquello era estúpido. Había descubierto un par de cosas, había hecho
avances en cuanto a la verdadera inteligencia artificial, había hackeado
las contraseñas, pero nunca creí que cualquiera de aquellas cosas fuese
suficiente como para asustar al bigotón… No, había algo más, pero yo no
sabía lo que era.
La seguridad de la empresa era por demás buena, pero por alguna razón, no lograron darme alcance, sobre todo cuando comencé a saltar sobre los techos de algunas de las viviendas del lugar. Eran cuatro tipos, inflados de cuerpo, pero de poco cerebro, porque en lugar de seguirme desde abajo sin perderme la pista, cosa que hubiese resultado más eficiente y menos demandante para cuerpos tan pesados y con viviendas, todas, en línea recta, decidieron seguirme a través de los tejados, en donde definitivamente les llevaba ventaja, pues era más rápido y, como desafortunadamente se dieron cuenta, menos pesado. Uno de los tejados no soporto el peso de aquellos gorilas, y se hundió sin remedio, con los cuatro mastodontes.
Libre por fin, decidí seguir corriendo, previniendo una nueva oleada de grandotes. Sin sentirlo, llegué a la muralla divisoria entre la zona norte y la zona sur. Jamás la había visto y me pareció un monumento tristemente impresionante a la intolerancia. No había guardias apostados, pues era una muralla inteligente, que detectaba la proximidad de las personas del lado sur y disparaba una alarma que prevenía que cualquiera se acercase demasiado, pues era bastante obvio que aquella alarma implicaba la proximidad, del lado norte, de toda una fuera del orden.
Graciosamente, del lado norte no había dicho sistema de alarma, porque resultaba bastante claro que nadie en su sano juicio quisiera moverse de la tranquilidad total, al caos total, o eso me había dicho. Me la quedé viendo por largo rato, viendo mucho más allá de aquellas placas metálicas, emitiendo reflejos azules, los sensores de movimiento inteligente, vistos desde la parte de su emisión eran, a decir verdad, algo hermoso de ser contemplado, aunque triste de ser analizado. Aquello era la muestra de desprecio por antonomasia. Era la epítome del elitismo. Era el monumento de la tristeza y todos éramos parte de aquello. Las historias contaban que cuando las dos zonas eran una sola, habían problemas constantes en cuanto a delincuencia, peleas entre ciudadanos, vicios, etcétera. Todo aquello había provocado una marcada división entre los que tenían y los que no. Claro que aquello no era, ni lejos, una historia nueva, pero las medidas tomadas eran, al menos en su momento, bastante novedosas.
El índice de criminalidad bajó, practicamente desapareció en los primeros meses de la medida… en el lado norte. La zona sur quedó aterida del lumpen que había sido inventariado, clasificado, encerrado, y liberado una vez que la muralla divisoria estuvo lista y todas las personas que quedaron del lado sur, delincuentes o no, tuvieron que aprender a vivir con lo que tenían, heredarlo a sus hijos y rogar que los verdaderos delincuentes no les robaran. La sociedad del lado norte progresó tremendamente, gracias a que la economía de las personas ubicadas ahí era ya de por sí buena, unido esto a las grandes oportunidades que proporciona una buena educación, las cosas mejoraron considerablemente; mientras, en el lado sur, las personas que no se dedicaban al crimen, tuvieron que acostumbrarse a un gobierno de facto ejercido por pandillas y crimen organizado, que los extorsionaban en nombre de la seguridad, una seguridad que los mantenía a salvo de los mismos que cobraban para mantenerlos a salvo. Así pues, aquella sociedad se mantenía en el círculo vicioso de ser pobre, para ganar casi exclusivamente para aquellos que eran igualmente pobres, pero que no tenían la voluntad o la capacidad de de ganarse la vida. No habiendo oportunidad de superación, de educación o incentivos económicos, aquella sociedad, la del lado sur, se basaba casi exclusivamente en pequeños comercios que no podían ser suficiente para sostener a la parte del estado que se encargaba del gobierno local, mismo que practicamente tenía en total abandono a una sociedad que no podía representar una inversión positiva. Es decir, aquello era un triste dilema de Sísifo.
Iandro estaba sumido en sus meditaciones, cuando escuchó una sirena. Aquel era un sonido por demás extraño de escuchar en el lado norte, así que lo puso en alerta: aquello no era normal. Era casi seguro que lo estuvieran buscando y no iba a ser para nada bueno. Así que, sin darle mayor dilación, comenzó a escalar la muralla divisoria. El lado sur, la muestra clara de una sociedad podrida, iba a convertirse en el refugio de aquel muchacho que, al menos en ese momento, no sabía el por qué era buscado por la justicia, pero que lo averiguaría y al saberlo se iba dar cuenta de algo: él tenía que morir o gobernar.
La seguridad de la empresa era por demás buena, pero por alguna razón, no lograron darme alcance, sobre todo cuando comencé a saltar sobre los techos de algunas de las viviendas del lugar. Eran cuatro tipos, inflados de cuerpo, pero de poco cerebro, porque en lugar de seguirme desde abajo sin perderme la pista, cosa que hubiese resultado más eficiente y menos demandante para cuerpos tan pesados y con viviendas, todas, en línea recta, decidieron seguirme a través de los tejados, en donde definitivamente les llevaba ventaja, pues era más rápido y, como desafortunadamente se dieron cuenta, menos pesado. Uno de los tejados no soporto el peso de aquellos gorilas, y se hundió sin remedio, con los cuatro mastodontes.
Libre por fin, decidí seguir corriendo, previniendo una nueva oleada de grandotes. Sin sentirlo, llegué a la muralla divisoria entre la zona norte y la zona sur. Jamás la había visto y me pareció un monumento tristemente impresionante a la intolerancia. No había guardias apostados, pues era una muralla inteligente, que detectaba la proximidad de las personas del lado sur y disparaba una alarma que prevenía que cualquiera se acercase demasiado, pues era bastante obvio que aquella alarma implicaba la proximidad, del lado norte, de toda una fuera del orden.
Graciosamente, del lado norte no había dicho sistema de alarma, porque resultaba bastante claro que nadie en su sano juicio quisiera moverse de la tranquilidad total, al caos total, o eso me había dicho. Me la quedé viendo por largo rato, viendo mucho más allá de aquellas placas metálicas, emitiendo reflejos azules, los sensores de movimiento inteligente, vistos desde la parte de su emisión eran, a decir verdad, algo hermoso de ser contemplado, aunque triste de ser analizado. Aquello era la muestra de desprecio por antonomasia. Era la epítome del elitismo. Era el monumento de la tristeza y todos éramos parte de aquello. Las historias contaban que cuando las dos zonas eran una sola, habían problemas constantes en cuanto a delincuencia, peleas entre ciudadanos, vicios, etcétera. Todo aquello había provocado una marcada división entre los que tenían y los que no. Claro que aquello no era, ni lejos, una historia nueva, pero las medidas tomadas eran, al menos en su momento, bastante novedosas.
El índice de criminalidad bajó, practicamente desapareció en los primeros meses de la medida… en el lado norte. La zona sur quedó aterida del lumpen que había sido inventariado, clasificado, encerrado, y liberado una vez que la muralla divisoria estuvo lista y todas las personas que quedaron del lado sur, delincuentes o no, tuvieron que aprender a vivir con lo que tenían, heredarlo a sus hijos y rogar que los verdaderos delincuentes no les robaran. La sociedad del lado norte progresó tremendamente, gracias a que la economía de las personas ubicadas ahí era ya de por sí buena, unido esto a las grandes oportunidades que proporciona una buena educación, las cosas mejoraron considerablemente; mientras, en el lado sur, las personas que no se dedicaban al crimen, tuvieron que acostumbrarse a un gobierno de facto ejercido por pandillas y crimen organizado, que los extorsionaban en nombre de la seguridad, una seguridad que los mantenía a salvo de los mismos que cobraban para mantenerlos a salvo. Así pues, aquella sociedad se mantenía en el círculo vicioso de ser pobre, para ganar casi exclusivamente para aquellos que eran igualmente pobres, pero que no tenían la voluntad o la capacidad de de ganarse la vida. No habiendo oportunidad de superación, de educación o incentivos económicos, aquella sociedad, la del lado sur, se basaba casi exclusivamente en pequeños comercios que no podían ser suficiente para sostener a la parte del estado que se encargaba del gobierno local, mismo que practicamente tenía en total abandono a una sociedad que no podía representar una inversión positiva. Es decir, aquello era un triste dilema de Sísifo.
Iandro estaba sumido en sus meditaciones, cuando escuchó una sirena. Aquel era un sonido por demás extraño de escuchar en el lado norte, así que lo puso en alerta: aquello no era normal. Era casi seguro que lo estuvieran buscando y no iba a ser para nada bueno. Así que, sin darle mayor dilación, comenzó a escalar la muralla divisoria. El lado sur, la muestra clara de una sociedad podrida, iba a convertirse en el refugio de aquel muchacho que, al menos en ese momento, no sabía el por qué era buscado por la justicia, pero que lo averiguaría y al saberlo se iba dar cuenta de algo: él tenía que morir o gobernar.
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