miércoles, 9 de diciembre de 2015

Hacking. Capítulo 8

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HACKING

Alberto Chavez
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8 CAPÍTULO VIII

Le di instrucciones claras al director de aplicaciones empresariales de vigilar muy de cerca las actividades de Iandro, sin darle mayores detalles de mi interés. En realidad me intrigaba el muchacho, pero lo cierto es que no era más que mi curiosidad de científico retirado lo que me hacía sentir dicha curiosidad. Había otras cosa de las que tenía que ocuparme, como ya había dicho y la verdad es que Iandro era, en ese momento, la menor de mis preocupaciones. La línea más nueva de robots multitarea había fallado de una manera bastante peculiar. Sus sensores de proximidad no funcionaban y chocaban contra todo lo que se les ponía enfrente. Había sido un error tremendo del área de electrónica o al menos eso pensé en aquel momento. Las demandas de todos los clientes no se habían hecho esperar, y lo cierto es que, entre otras cosas, algunas cabezas tenían que rodar, tanto para tranquilizar a los egoístas consumidores que pretendían sentirse mejor sabiendo que había habido despidos, como para los demás trabajadores, que tendrían muy en cuenta que ese tipo de errores no podían tolerarse en una empresa que estaba tan comprometida con el trabajo de calidad.
Una vez más, despidos. Lo cierto es que aquello también resultaba problemático. La cantidad de gente preparada a un nivel tan algo en electrónica, mecánica, programación, holografía, etcétera, era muy escaso. Los habitantes de la zona norte son escasos, si se comparan con los habitantes de la zona sur y por consiguiente los profesionales en las áreas vitales de nuestra industria escasean de una forma alarmante. Desafortunadamente, del lado sur, las personas con los conocimientos mínimos son nulas. No hay una sola persona que esté preparada, lo que realmente resulta molesto, pues es como si la zona sur estuviese llena de ineptos.
En fin, aquello representaba un problema adicional, ya que las personas que se quedaban tendrían que cargar con el trabajo de las que se iban. Lo que implicaba el pago de horas extras, que para mi mala fortuna, la ley pagaba más caras y por consiguiente implicaba un gasto de dinero mayor del que hubiese planificado.
Los problemas eran grandes, porque además tenía que resultar conciliador con los trabajadores y hacerles entender que no había forma pronta de conseguir reemplazos y que tendrían que trabajar más, les gustase o no. No que me fuese difícil convencer a la gente, pero lo cierto es que no gustaba. Las cosas eran como eran y tendrían que aceptarlo, pero el sentido común me decía que mi actuar tendría que ser distinto.
Me paré frente a todos los trabajadores restantes del área y comencé a hablarles del problema sucedido. Quería que todos estuviesen sabedores de los despidos y de lo que pretendía de ellos, pero un rumor comenzó a crecer. Al principio temí una revolución, pero alguien alzó la voz y me dijo que el error no había sido del departamento de electrónica, sino de ensamblaje, que no había activado el sensor en la fase final… más despidos, de otro departamento. Aquello era molesto. Despidos, discurso y una vez más a las preocupaciones diarias y cotidianas.
Pasé casi una semana tratando de aplacar los ánimos de los trabajadores que quedaban en ambas áreas, resignándome a seguir pagando las horas adicionales que se trabajaban, al menos mientras los abogados no encontrasen alguna forma alternativa de compensar a los trabajadores, en lugar de la salida constante de dinero que aquello implicaba.
Al final, mi error fue no darle la importancia que el atisbo de interés que Iandro había despertado en mí, merecía. Tarde, muy tarde en la última noche que había estado hablando con casi cada uno de los empleados de la planta de ensamblaje, llegó Patricia, la secretaria del gerente de aplicaciones empresariales a dejarme las últimas implementaciones de todos los programas desarrollado por aquella división.
  • Patricia, ¿usted sabe quién es Iandro? - le pregunté, porque con todo y los problemas, la curiosidad por el muchacho aún estaba ahí.
  • Claro - me contestó ella sin darle mayor importancia - es el muchacho al que el jefe iba a entrevistar hoy.
  • ¿Perdón? - le dije, tal vez como un reflejo defensivo, pues había entendido la primera vez que me lo dijo.
  • Sí, el jefe que se decidió a hacerle una entrevista, porque me dijo que a lo mejor le iba a ser de utilidad a usted.
  • Maldición - dije y salí corriendo en dirección al edificio que conformaba la división de aplicaciones empresariales,… pero era demasiado tarde. Cuando llegué, el director de la división estaba pálido, conmocionado y temblando, Iandro se había ido, y lo único que quedaba por hacer, era matarlo.

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