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HACKING
Alberto Chavez
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5 CAPÍTULO V
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Tal vez el error más grande que cometí fue pretender que Iandro se
habituaría al trabajo rutinario, para luego darle la entrada en el
mundo que él pretendía. No quería que se le subiesen los humos de
primas a primeras, así que decidí que estuviese un par de años en el
departamento de desarrollo empresarial... grave error, debo decir.
Pero nunca había conocido a alguien con la inteligencia de Iandro. Le
seguía los pasos de cerca. Me daba cuenta que las tareas que se le
asignaban las cumplía rápidamente, sin problemas y con muchas
adiciones a lo que originalmente se le había solicitado. Además, sus
soluciones fueron siempre muy imaginativas. Llenas de la más pura
creatividad. Sus implementaciones se salían de los esquemas. Utilizaba
tanto paradigmas modernos como antiguos, desde la programación
estructurada, hasta la programación orientada a entornos. Demostraba
un manejo extremadamente bueno de la programación holográfica y jamás
le tuvo miedo a la creación de circuitos. Era un genio integral.
Los primeros meses fue todo muy bien. Sus números eran
impresionantes. Era el programador más prolífico del
departamento. Tanto que Routemulado, el gerente del área de proyectos,
se sentía amenazado por el chico. De hecho, en todo el tiempo en que
espié el trabajo de Iandro, no pude haber estado más feliz. Estaba
seguro de que aquel muchacho iba a llegar lejos. Incluso, en un
momento de extraña debilidad, me planteé la posibilidad de dejarle la
empresa, en el momento de mi retiro, al chico maravilla que había
encontrado.
Tenía otras tantas cosas de las que preocuparme, claro está. La
empresa atravesaba por un problema y había que optimizar los
recursos. Teníamos a más de treintamil personas empleadas, había que
deshacerse de, al menos, mil. Los obreros de las plantas de ensamblaje
eran las opciones obvias. Por eso urgía tanto que Iandro tomara las
riendas del proyecto de inteligencia artificial, robots inteligentes
que se encargasen de aquellos trabajos me urgían. El costo de
producción seguramente se vería reducido a más de la mitad una vez que
anunciásemos nuestro logro en todos los medios de comunicación y
lanzásemos los primeros producidos en serie al mercado. Nuestras
acciones se dispararían en el mercado y estaríamos salvados, de nuevo
y con un ahorro de mil sueldos.
Pero tenía que esperar, tenía que hacer que Iandro fuese fuerte y que,
además, continuara produciendo buen dinero desde la división de
desarrollo empresarial.
Los enormes expertos que habíamos contratado para el área de
inteligencia artificial me enviaban a diario sus avances, cargados de
retórica. Así que mi certeza de su fracaso no hacía más que crecer día
con día. El ejército de robots que tenía a mi servicio no hacían más
que recordarme el fracaso de poder hacer que pensaran. Eran todos
robots unitarea, que no sabían hacer otra cosa que lo que tuvieran en
sus limitadísimos progamas. Nada de lo que me rodeaba me producía
tranquilidad. Confieso que lo de la inteligencia artificial se había
convertido en una obsesión. La robótica era nuestra especialidad, e
incurrir en otro campo implicaba, primero, tener la solvencia
necesaria... No, primero la inteligencia... no, primero los mil
despidos, luego la inteligencia artificial.
Así que se despidieron mil personas de las plantas de ensamblaje y
pude respirar un poco más tranquilo. Una vez resuelto un problema, el
otro ya podía tener toda mi atención.
Decidí, entonces, ponerme al día con los "expertos" y hacerles ver que
toda su retórica no podía confundirme. Al fin y al cabo yo, antes de
ser el presidente de la compañía, había trabajado con robótica también
y había estudiado algo de los avances de la inteligencia
artificial. No quise verlos en persona, porque podría haber pasado
algo terrible, así que hicimos una conferencia holográfica que se
extendió por más de cuarenta y cinco minutos. Mismos en los que los
tres científicos sudaron a mares y no lograron aterrizar ninguna de
las ideas propuestas.
Salí de la oficina casi a las nueve treinta de la noche y decidí pasar
al café en donde había conocido a Iandro, meses atrás. Al llegar, lo
primero que me llamó la atención fue que todo el lugar se veía
bastante deslucido. Descuidado.
- USTED - me gritó el propietario - ¿Qué le ha hecho a mi muchacho?,
¿en dónde tiene a Iandro?
- Trabaja para mí ahora.
- En cuanto se fue, todo falló, todo lo que teníamos automatizado se
murió. Ahora no podemos hacerlo todo, él había logrado que todo
funcionara sin problemas. Lo necesitamos con urgencia.
- No entiendo - le dije, con sinceridad, porque aquello me sonaba a
dramatismo más que a realidad - ¿Cómo que todo se murió? No puede
ser que todas las aplicaciones dejaran de funcionar.
- Pero claro - me dijo él casi con llanto - ese muchacho tenía cierta
magia con las computadoras, era como si le entendieran. Casi me
atrevería a asegurar que no solo programaba, él hablaba con las
máquinas, por decirlo de alguna manera.
Una vez afuera, aunque me parecían palabras bastante incoherentes,
aquello de "hablar con las computadoras" me quedó rondando la cabeza:
Iandro era excesivamente inteligente, o guardaba un secreto. Yo, por
supuesto, me decanté por la segunda opción... y no me equivoqué.
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