Se comienza con
timidez, con esa vergüenza disimulada que ocurre cuando ni siquiera
queremos que se nos note que tenemos vergüenza.
Enterrar poco a poco
la cabeza en la almohada, tal vez... pero esa sensación de la
caliente respiración, ese recordatorio permanente de algo que ya no
se desea: la vida. Tal
vez no, asfixia por almohadazo delicado, no.
En esos momentos, claro, uno recuerda que la casa es una porqueriza,
una casa... casita... casistilla en la que es tan fácil que se note
lo sucio y muerto, claro, pero con dignidad, así que se va uno a
traer la escoba a ese remedo impertinente de patio en el que caben,
con suerte dos macetas, una con albahaca, de esa de gallina, porque
la otra no se le da a uno que tiene mala mano; y otra con intentos de
principiante de sembrar zanahoria, o cebolla o tal vez cilantro.
El
proceso de barrido debe ser el más meticuloso que jamás se haya
llevado a cabo, al fin y al cabo, esas habladurías de velorio: un
asco. Es preferible que digan que se es un muerto limpio a que den
gracias a cualquier dios porque un personaje de semejantes malos
hábitos no merecía seguir vivo. Y aquí empieza realmente el
problema, porque se empieza uno a dar cuenta de que han habido
recovecos que jamás - no, no es exageración – jamás se habían
limpiado y encuentra uno animales que no sabía uno que existían,
así que comienzan las preguntas de si realmente es que llegaron o
se generaron espontáneamente y
a lo mejor hasta están por desarrollar consciencia de sí mismos.
De
acuerdo, la limpieza se ha hecho, tal vez demasiado concienzudamente,
pero vamos, que es nuestra última hazaña, nuestro opus mortem, si
se le quiere llamar de alguna manera y
nos decidimos a intentar otra cosa. Así que claro, es el momento de
observar las vigas (madera o metal, dependiendo de lo que
encontremos) y preguntarnos si aguantarán con el sobrepeso (no me
diga que no, acepte su obesa realidad con estoicismo). En
fin, que va uno a ver si hay algo que, en unión sinérgica de
pescuezo, vigas y cable-lazo-alambre-ocualquiercosaquesirva lleven,
al fin, al gran paso, el último, ese en el que se dicen las palabras
memento mori.
La
cuestión de amarrar bien el
cable-lazo-alambre-ocualquiercosaquesirva
tampoco
es cosa fácil, pues hay que asegurarse que no vaya a desamarrarse y
termine uno con más dolor de orgullo que con una muerte digna, así
que se hace un nudo de marino y se va traer una silla, una silla
cualquiera, que tampoco es para ponerse exquisito, que con la
dignidad guardada basta... y es aquí en donde aquel gusanito de la
inconformidad a corroer poco a poco la idea que tanto costó:
DIG-NI-DAD, tres sílabas, una palabra, mucho contenido y falta de
ganas de mandarlo todo a la mierda. QUE NO, que colgado... vamos que
muy bien muy bien, no es que se termine viendo uno, todo
colorado/morado y con la lengua de fuera, uf, la peor de las poses en
el peor de los lugares. Bien pues, no.
Saltar
de un décimo piso, ni en la peor de las borracheras, que las alturas
dan un mieeeeedo.
Gas...
no, que si hay una chispa, eso de morir quemado sí que no, cualquier
cosa menos quemado, que además de deforme, con una muerte cruel y
dolorosa.
A
ponernos frente a un bus o microbus, que estos seguro que hasta pagan
por matar gente... pero ¿y
si no hay tales de estirar la pata y solo queda uno medio rengo y
además estúpido? No
gracias.
Pagarle
a alguien para que nos quite la vida. Ja, si no tengo ni para el pan
francés de hoy, voy a tener entonces para pagarle a uno que me deje
las tripas de fuera. Que no.
Veneno.
Y la pregunta del millón de dólares: ¿Sabe usted en dónde puedo
conseguir cianuro, cicuta, curare? No.
Así
pués, después de un buen tiempo de meditar y analizar,
se llega a una conclusión: hágale huevos a la vida, que morirse no
es ni lejos, algo sencillo o barato.
FIN.
FIN.
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