miércoles, 26 de noviembre de 2014

El monstruo del parque - Cuento


Al principio era un juego, como todo lo que iniciaban ellos dos. Un juego de verdad, aunque ellos lo habían inventado. Era un juego relativamente sencillo pero bastante ingenioso. El que comenzaba el juego debía estar como estatua por un minuto completo, UN MINUTO, antes de comenzar a encontrar las pistas que el otro iba dejando por todo el lugar, todo con el objetivo de saber el lugar exacto, por deducción lógica y no simplemente porque se buscó al otro desde un inicio, en donde el de las pistas se escondía. Las estatuas detectives, le habían llamado al juego, y era realmente fabuloso.

Tal vez ella le dio a entender que le gustaba, tal vez él mal interpretó lo que ella le decía. Pero cuando terminaron el juego aquel día y decidieron trepar al enorme árbol de amate al final del parque, él estaba confundido, no sabía lo que le pasaba, era algo nuevo, algo que no había sentido nunca en todos sus enormes nueve años de vida, pero cuando ella lo tomó de la mano para terminar de andar el camino hacia el árbol, él supo lo que era: él la amaba, la amaba de verdad, no como los adultos, la amaba con sinceridad, sin furia, con temor, sin exigencias, hasta la muerte, desde lo más profundo e interno de lo que era capaz de imaginar.

- Te quiero – le dijo, seguro de estar cometiendo la mayor locura del mundo, esperando que ella le soltara la mano y lo dejara ahí, moribundo del amor más sincero que se ha conocido jamás.
- Yo también – le respondió ella, mientras le regalaba el momento más eterno de cualquier finitud: su sonrisa sincera.

Y como siempre, subieron al árbol con toda la velocidad de la que eran capaces y no necesitaron volver a decirse nada, porque se amaban tanto, que no tenían necesidad de decírselo, lo sabían, lo sentían y eso era más que suficiente.

En fin, ya estando en la parte más alta de la copa se dedicaron, como siempre, a ver los perros callejeros pasar, inventándoles nombres e imaginando el tipo de vida que tendrían una vez desaparecieran de su vista.

El viento se había dedicado a dibujar maravillosas figuras sobre la cancha polvosa que estaba debajo de ellos, así que también se dedicaron a darle nombres a los dibujos, nombres inventados, inexistentes para la gran mayoría, pero de una veracidad que cualquier niño podría atestiguar.

Pero algo pasó, algo que los dejó quietos y callados por un momento, detrás del enorme árbol de hule, al otro extremo de la cancha, un enorme agujero se abrió, exactamente en la mitad de la corteza. De repente, una enorme nariz azul se asomó y los dos niños se quedaron quietos, de piedra, mientras a la nariz le seguía una enorme trompa llena de pelos y de la cual sobresalían cuatro colmillos, dos superiores y dos inferiores y luego, unas manos gigantescas que se asían a los bordes del agujero en la corteza, para dar paso, ya en su totalidad, a un enorme monstruo de grandes patas y un descomunal estómago, que lo hacía verse mucho más amenazados, cuanto que devorador de todo aquello se atravesara en su camino.

El monstruo salió, vio a un lado y otro, y luego se recostó sobre el almendro que estaba junto al árbol del cual había salido: parecía sentirse cansado por alguna razón, pero también se miraba adolorido, con cierto malestar que se exteriorizaba con bastante claridad y que tendría que haber sido la razón para el descuido de salir aún con la pálida luz de la tarde de aquel noviembre.

El silencio no debía romperse, ¿qué pasaría si aquel animal, humano, cosa, lo que fuera, los descubría? Él no quería ni pensarlo.

Y aquel enorme... lo que fuera, se levantó y trató de andar hacia el otro lado de la cancha polvosa, cojeó con dificultad “le duele la pata” pensaron los dos al mismo tiempo, y se miraron con la complicidad de quien sabe deducir tan bien como para jugar Estatuas detectives sin dificultad.

El monstruo logró llegar al amate de los niños y volvió a recostarse, mientras se rascaba la cabeza. Sin embargo, al recostarse sobre aquel árbol, lo movió de tal forma que él no pudo evitar resbalarse. Claro, él era un buen escalador y no cayó, pero la rama que resultó rota en su operación de autosalvamento no fue tan benévola como para quedarse callada. Ella, preocupada por él, dejó escapar un grito ahogado, pero que también fue lo suficientemente audible como para que el panzón del monstruo se levantara asustado y a la defensiva.

- ¿Quién? - fue lo que dijo, con una voz tan gutural y grave que ella, que no estaba asida con firmeza a ninguna rama por querer ayudarle a él, se soltó.

El tiempo se detuvo para él, viéndola caer, alzando sus manos hacia él, intentando asirse, mientras abajo el monstruo los miraba, extrañado, asustado,... preparado. Él, por supuesto,no podía perdonarse. Después de confesarle que la quería, sintiendo con toda el alma aquel amor que se caía en un abismo interminable, en una caída que duraba su vida entera. ¿Y si él también saltaba?, ¿qué importaba ya su propia vida si ella no iba a estar mañana para volver a jugar, volver a correr de la mano, volver a ver el regalo diario de su sonrisa?

Aquel pensamiento le duró un segundo, nada más. Era obvio, no era más que un pensamiento fugaz, por el que se sintió culpable, ¿qué otra cosa podía hacer? Así que, sin perder más que ese segundo, saltó.

No supo muy bien lo que pasaba. Él la miraba a ella y lo que pasaba allá abajo, que cada vez era menos abajo y más el aquí, no le importaba, iba a estar con ella, como debía ser, como él sabía que debía ser, pues no lo imaginaba de otra forma. Y finalmente después de una eternidad perdido en los ojos de ella, el “aquí” llegó.

- ¿Quién? - volvió a preguntar el monstruo, mientras los sostenía a los dos en cada una de sus manos.

Y se dieron cuenta de que no estaban muertos, no estaban siendo devorados y que estaban siendo sostenidos por unas manos grandes pero suaves y calientitas.

La primera en reaccionar a la pregunta fue ella:

- Carolina – dijo con temor, mientras se tocaba el pecho señalándose a sí misma.
- Enrique – dijo él, imitándola.

- Carolina... Enrique – atronó el enorme monstruo – luego dijo – Roberto y, ante la mirada atónita de los dos niños, él sonrió.

En un mundo de adultos, la perplejidad hubiese sido la reacción más normal, o bien el pánico descontrolado. Pero ocho y nueve años es una edad de madurez y comprensión absoluta, por lo que los dos sonrieron con total naturalidad, mientras eran depositados en el suelo por Roberto, el monstruo panzón, peludo y sonriente.

Como todo un propietario real del parque, Roberto se portó por demás cortés y les ofreció cerezos de Belice, fruto ácido pero de buen sabor, que los niños siempre habían gustado y que, por supuesto, siendo ellos muy educados también, aceptaron con gratitud.

Sin embargo, Roberto cambió la sonrisa por una mueca de dolor en un instante y los niños se dieron cuenta.

Ella fue la primera en preguntar:

- ¿Duele?

Y él les mostró su pata inferior, a la que era claro que no podía llegar y que tenía, ah las coincidencias literarias, una enorme astilla clavada

Así que Enrique, se acercó a Carolina y le dijo en un susurro “Como en la astilla del león” y a ambos se les iluminó la sonrisa, con una complicidad por demás conocida entre ellos dos.

- Fuerte – dijo Carolina, mientras asía el tronco del árbol de cerezo de Belice, invitando a Roberto a hacer lo mismo.

Enrique fue el que se acercó a la patota de Roberto y le hizo de señas, advirtiéndole que iba a tirar de la astilla, así que Roberto, sin mayor dilación, se aferró del tronco del cerezo, mientras cerraba los ojos, preparándose para el dolor que, sin duda, venía. Claro, la cosa no fue nada sencilla, pues lo que para Roberto era una astilla, para el pobre de Enrique era una rama de considerable tamaño, de la que tuvo que tirar, haciendo acopio de todas las fuerzas que sus nueve años le permitían. Roberto, pobre, se mordía el labio inferior intentando resistir el dolor. Finalmente, la astilla-rama salió de la pata de Roberto, no sin una cantidad considerable de sangre morada.

La expresión de Roberto cambió casi de forma inmediata, de un agudísimo dolor, a una sonrisa de alivio, que acompañó de un gruñido que puso a ladrar a todos los perros del lugar.

Los niños se fueron, pues la cena seguramente se enfriaría en las mesas de cada uno si no llegaban a tiempo, pero Roberto los abrazó con mucha calidez y expresó un “Gracias” que sonó a un rayo estrellándose contra el piso de aquella cancha.

Los vecinos del lugar no se dieron cuenta, o aparentaron no darse cuenta de la existencia de Roberto, pues podría poner en entredicho su madurez adulta, así que nadie dijo nada cuando al día siguiente, el cerezo de Belice apareció con unas marcas de unas enormes manos que lo habían apretado con fuerza y los niños, claro, siguieron llegando, siguieron queriéndose con la mayor sinceridad, ella le siguió regalando su sonrisa, como siempre, pero los juegos de las Estatuas Detectivas, eran aún más fáciles, con Roberto, siendo que era incapaz de esconder aquel enorme cuerpo en ningún lugar de aquel maravilloso parque.

FIN

No hay comentarios: