Al principio era un
juego, como todo lo que iniciaban ellos dos. Un juego de verdad,
aunque ellos lo habían inventado. Era un juego relativamente
sencillo pero bastante ingenioso. El que comenzaba el juego debía
estar como estatua por un minuto completo, UN MINUTO, antes de
comenzar a encontrar las pistas que el otro iba dejando por todo el
lugar, todo con el objetivo de saber el lugar exacto, por deducción
lógica y no simplemente porque se buscó al otro desde un inicio, en
donde el de las pistas se escondía. Las estatuas detectives, le
habían llamado al juego, y era realmente fabuloso.
Tal
vez ella le dio a entender que le gustaba, tal vez él mal interpretó
lo que ella le decía. Pero cuando terminaron el juego aquel día y decidieron
trepar al enorme árbol de amate al final del parque, él estaba
confundido, no sabía lo que le pasaba, era algo nuevo, algo que no
había sentido nunca en todos sus enormes nueve años de vida, pero
cuando ella lo tomó de la mano para terminar de andar el camino
hacia el árbol, él supo lo que era: él la amaba, la amaba de
verdad, no como los adultos, la amaba con sinceridad, sin furia, con
temor, sin exigencias, hasta la muerte, desde lo más profundo e
interno de lo que era capaz de imaginar.
- Te quiero – le dijo, seguro de estar cometiendo la mayor locura
del mundo, esperando que ella le soltara la mano y lo dejara ahí,
moribundo del amor más sincero que se ha conocido jamás.
- Yo también – le respondió ella, mientras le regalaba el momento
más eterno de cualquier finitud: su sonrisa sincera.
Y
como siempre, subieron al
árbol con toda la velocidad de la que eran capaces y no necesitaron
volver a decirse nada, porque se amaban tanto, que no tenían
necesidad de decírselo, lo
sabían, lo sentían y eso era más que suficiente.
En
fin, ya estando en la parte más alta de la copa se dedicaron, como
siempre, a ver los perros callejeros pasar, inventándoles nombres e
imaginando el tipo de vida que tendrían una vez desaparecieran de su
vista.
El viento se había dedicado a dibujar maravillosas figuras sobre la
cancha polvosa que estaba debajo de ellos, así que también se
dedicaron a darle nombres a los dibujos, nombres inventados,
inexistentes para la gran mayoría, pero de una veracidad que
cualquier niño podría atestiguar.
Pero
algo pasó, algo que los dejó quietos y callados por un momento,
detrás del enorme árbol de hule, al otro extremo de la cancha, un
enorme agujero se abrió, exactamente en la mitad
de la corteza. De repente,
una enorme nariz azul se asomó y los dos niños se quedaron quietos,
de piedra, mientras a la nariz le
seguía una enorme trompa llena de pelos y de la cual sobresalían
cuatro colmillos, dos superiores y dos inferiores y
luego, unas manos gigantescas que se asían a los bordes del agujero
en la corteza, para dar paso, ya en su totalidad, a un enorme
monstruo de grandes patas
y un descomunal estómago, que lo hacía verse mucho más amenazados,
cuanto que devorador de todo aquello se atravesara en su camino.
El
monstruo salió, vio a un lado y otro, y luego se recostó sobre el
almendro que estaba junto al árbol del cual había salido: parecía
sentirse cansado por alguna razón, pero también se miraba
adolorido, con cierto malestar que se exteriorizaba
con bastante claridad y
que tendría que haber sido la razón para el descuido de salir aún
con la pálida luz de la tarde de aquel noviembre.
El
silencio no debía romperse, ¿qué
pasaría si aquel animal, humano, cosa, lo que fuera, los descubría?
Él no quería ni
pensarlo.
Y
aquel enorme... lo que fuera, se levantó y trató de andar hacia el
otro lado de la cancha polvosa, cojeó con dificultad “le duele la
pata” pensaron los dos al mismo tiempo, y se miraron con la
complicidad de quien sabe deducir tan bien como para jugar Estatuas
detectives sin dificultad.
El monstruo logró llegar al amate de los niños y volvió a
recostarse, mientras se rascaba la cabeza. Sin embargo, al recostarse
sobre aquel árbol, lo movió de tal forma que él no pudo evitar
resbalarse. Claro, él era un buen escalador y no cayó, pero la rama
que resultó rota en su operación de autosalvamento no fue tan
benévola como para quedarse callada. Ella, preocupada por él, dejó
escapar un grito ahogado, pero que también fue lo suficientemente
audible como para que el panzón del monstruo se levantara asustado y
a la defensiva.
- ¿Quién? - fue lo que dijo, con una voz tan gutural y grave que
ella, que no estaba asida con firmeza a ninguna rama por querer
ayudarle a él, se soltó.
El tiempo se detuvo para él, viéndola caer, alzando sus manos hacia
él, intentando asirse, mientras abajo el monstruo los miraba,
extrañado, asustado,... preparado. Él, por supuesto,no podía
perdonarse. Después de confesarle que la quería, sintiendo con toda
el alma aquel amor que se caía en un abismo interminable, en una
caída que duraba su vida entera. ¿Y si él también saltaba?, ¿qué
importaba ya su propia vida si ella no iba a estar mañana para
volver a jugar, volver a correr de la mano, volver a ver el regalo
diario de su sonrisa?
Aquel pensamiento le duró un segundo, nada más. Era obvio, no era
más que un pensamiento fugaz, por el que se sintió culpable, ¿qué
otra cosa podía hacer? Así que, sin perder más que ese segundo,
saltó.
No supo muy bien lo que pasaba. Él la miraba a ella y lo que pasaba
allá abajo, que cada vez era menos abajo y más el aquí, no le
importaba, iba a estar con ella, como debía ser, como él sabía que
debía ser, pues no lo imaginaba de otra forma. Y finalmente después
de una eternidad perdido en los ojos de ella, el “aquí” llegó.
- ¿Quién? - volvió a preguntar el monstruo, mientras los sostenía
a los dos en cada una de sus manos.
Y se dieron cuenta de que no estaban muertos, no estaban siendo
devorados y que estaban siendo sostenidos por unas manos grandes pero
suaves y calientitas.
La primera en reaccionar a la pregunta fue ella:
- Carolina – dijo con temor, mientras se tocaba el pecho
señalándose a sí misma.
- Enrique – dijo él, imitándola.
- Carolina... Enrique – atronó el enorme monstruo – luego dijo –
Roberto y, ante la mirada atónita de los dos niños, él sonrió.
En un mundo de adultos, la perplejidad hubiese sido la reacción más
normal, o bien el pánico descontrolado. Pero ocho y nueve años es
una edad de madurez y comprensión absoluta, por lo que los dos
sonrieron con total naturalidad, mientras eran depositados en el
suelo por Roberto, el monstruo panzón, peludo y sonriente.
Como todo un propietario real del parque, Roberto se portó por demás
cortés y les ofreció cerezos de Belice, fruto ácido pero de buen
sabor, que los niños siempre habían gustado y que, por supuesto,
siendo ellos muy educados también, aceptaron con gratitud.
Sin embargo, Roberto cambió la sonrisa por una mueca de dolor en un
instante y los niños se dieron cuenta.
Ella fue la primera en preguntar:
- ¿Duele?
Y él les mostró su pata inferior, a la que era claro que no podía
llegar y que tenía, ah las coincidencias literarias, una enorme
astilla clavada
Así que Enrique, se acercó a Carolina y le dijo en un susurro “Como
en la astilla del león” y a ambos se les iluminó la sonrisa, con
una complicidad por demás conocida entre ellos dos.
- Fuerte – dijo Carolina, mientras asía el tronco del árbol de
cerezo de Belice, invitando a Roberto a hacer lo mismo.
Enrique fue el que se acercó a la patota de Roberto y le hizo de
señas, advirtiéndole que iba a tirar de la astilla, así que
Roberto, sin mayor dilación, se aferró del tronco del cerezo,
mientras cerraba los ojos, preparándose para el dolor que, sin duda,
venía. Claro, la cosa no fue nada sencilla, pues lo que para Roberto
era una astilla, para el pobre de Enrique era una rama de
considerable tamaño, de la que tuvo que tirar, haciendo acopio de
todas las fuerzas que sus nueve años le permitían. Roberto, pobre,
se mordía el labio inferior intentando resistir el dolor.
Finalmente, la astilla-rama salió de la pata de Roberto, no sin una
cantidad considerable de sangre morada.
La expresión de Roberto cambió casi de forma inmediata, de un
agudísimo dolor, a una sonrisa de alivio, que acompañó de un
gruñido que puso a ladrar a todos los perros del lugar.
Los niños se fueron, pues la cena seguramente se enfriaría en las
mesas de cada uno si no llegaban a tiempo, pero Roberto los abrazó
con mucha calidez y expresó un “Gracias” que sonó a un rayo
estrellándose contra el piso de aquella cancha.
Los vecinos del lugar no se dieron cuenta, o aparentaron no darse
cuenta de la existencia de Roberto, pues podría poner en entredicho
su madurez adulta, así que nadie dijo nada cuando al día siguiente,
el cerezo de Belice apareció con unas marcas de unas enormes manos
que lo habían apretado con fuerza y los niños, claro, siguieron
llegando, siguieron queriéndose con la mayor sinceridad, ella le
siguió regalando su sonrisa, como siempre, pero los juegos de las
Estatuas Detectivas, eran aún más fáciles, con Roberto, siendo que
era incapaz de esconder aquel enorme cuerpo en ningún lugar de aquel
maravilloso parque.
FIN
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