domingo, 20 de enero de 2019

La Redención del Olvidado - Capítulo Primero

La Redención del Olvidado

CAPÍTULO PRIMERO

Cuando el primer pájaro negro se acercó a la mesa en donde leía, no le prestó mucha atención. Un pájaro cualquiera, en un parque cualquiera, en una mañana cualquiera. Incluso, el que llevase un ratón muerto y con los intestinos colgando de su largo pico no le llamó la atención. Algo tenían que comer aquellos animales.

Había faltado al trabajo aquel día. Había alegado una enfermedad estomacal y se había ido a un parque a leer durante horas. Releía "Alicia en el país de las maravillas" y disfrutaba cada párrafo con verdadera pasión.

Escuchó los pasitos detrás de él y se percató que había otros tres pájaros negros detrás, todos con un animal muerto y desgarrado entre sus picos. Intentó concentrarse de nuevo en Carroll, pero una tortolita con el pecho desgarrado cayó sobre la mesa en la que leía y le hizo dar un brinco.

La tortolita había caído de un árbol cercano a la mesa y había sido soltada por otro pájaro negro, posado en una de las ramas del árbol. Inmediatamente, todos los pájaros comenzaron a depositar sus animales muertos sobre la mesa, mientras él miraba con cierto temor la escena. Se percató, sin embargo, que lo que sentía era una especie de temor, pero no asco, pese a toda la sangre y los animales muertos que iban siendo depositados en la mesa por todos los pájaros negros que estaban ahí o bien iban llegando en números cada vez más alarmantes.

Él decidió que era el momento de partir, antes de que comenzara a llamar la atención de las pocas personas del parque, cosa que, en realidad, no iba a ser difícil, siendo que la cantidad de pájaros negros iba llegando a la centena.

Repentinamente, todos los pájaros volvieron la cabeza, al unísono, como si hubiesen estado ensayado y lo volvieron a ver, a él, como si supiese algo o como si estuviesen esperando algo. Todos, al unísono, graznaron con enorme bullicio y fue cuando decidió salir corriendo de aquel lugar. Él esperaba que los pájaros volaran tras él, pero ninguno de ellos se movió de aquel lugar, lo cual lo hizo sentir levemente aliviado y comenzó a aminorar la velocidad y pasó de correr a caminar rápido, para finalmente sentarse en una banca porque el cansancio de la carrera inicial lo había dejado extrañamente agotado.

"Debí haber ido a trabajar", pensó, "este tipo de cosas no me pasan en la oficina".

- No deberías despreciar una ofrenda - dijo alguien junto a él que le hizo dar un brinco. Los pensamientos en los que había estado sumido no le permitieron ver que alguien se había llegado a sentar junto a él.

- ¡Perdón, es que no lo había visto! - fue lo único que acertó a decir.

- Va a ser difícil que te perdonen por el desplante - le dijo y se percató de que era un anciano, la persona más anciana que había visto en su vida, con tantas arrugas que no podía reconocerse en él facciones que no estuviesen plisadas.

- Me tomaron por sorpresa, no me lo esperaba.

- En fin, tampoco es que sean vitales en tu misión.

Él se lo que quedó viendo, no lo había visto nunca, pero algo en aquel anciano le resultaba tremendamente familiar.

- ¿Nos conocemos? - le preguntó al anciano.

- No, pero luego, resulta que yo conozco a todo el mundo y no puedo evitarlo.

- Me llamo Roberto - dijo él y le extendió la mano.

- No, ese no es tu nombre, pero conviene que así te parezca, aunque no por mucho más... Bueno, me voy, hay demasiadas cosas que tengo pendientes por hacer, y aunque parece que no hay nada ahí - dijo el anciano, mientras daba golpecitos en la cabeza de Roberto - debo tener fe... o eso se supone.

El anciano se echó a reír mientras se levantaba con mucha más agilidad de la que alguien de su edad podría haber tenido. Roberto se despidió alzando la mano, pero el viejo no lo vio. Lo observaba alejarse, pero de alguna manera parecía que desaparecía, más que avanzaba. "Debo estar enfermo", se dijo a sí mismo, mientras pensaba que, al final de cuentas, el faltar al trabajo no había sido tan mala idea. Tomó su libro, corroboró que el separador estuviese en la página en la que se había quedado y se dispuso a marcharse.

Cuando salió del parque todavía veía algunos pájaros negros posados sobre la mesa en la que él había estado sentado. Sintió un momentáneo deseo de regresar y ver si podía quedar en buenos términos con los pájaros, pero de repente se sintió estúpido de solo pensar que acababa de pretender crear una relación entre un montón de pájaros negros, con animales muertos tirados en una mesa y él. "De acuerdo, no". Así que salió de aquel parque con cierta aprensión, pero seguro de que no estaba en sus cabales al querer llegar y darle a los pájaros un apretón de manos... bueno, de patas, en son de paz.

Atravesó la calle dispuesto a dirigirse a su casa, pero por algún motivo, en lugar de ir hacia la parada del autobús, siguió hacia arriba, buscando algo. No sabía qué, solo algo. La turbación no se le iba, se sentía realmente extrañado, como si toda su vida fuese una mentira. Trató de recordar algo de su pasado lejano, algo, lo que fuese, que le dijese que estaba ahí, que era real, que no era un ente que caminaba sin necesidad de sentir la vida: su niñez, su madre, su dulce madre, que lo había tenido que criar sin la ayuda de su padre, que los abandonó prácticamente cuando se sintió acorralado entre el embarazo y la pared.

Con cierta vergüenza tuvo que claudicar en el intento de recordar el dulce, tenía que haber sido dulce, rostro de su madre. Había muerto hacía años, siendo él un niño de apenas... bueno, un niño, que no lograba sentir mucho, excepto el temor, tenía que haber sido temor, de quedarse solo. Solo como estaba ahora, que no tenía compañera, hijos, parientes vivos ni nada. Cuarenta y tantos años y seguía estando solo, temeroso de las crueldades de la cotidianidad, atrapado en la rutina de un trabajo que jamás le gustó, pero que pagaba las cuentas.

Se sintió atrapado de nuevo, lleno de la basura que se acumula en la vida con el paso de los días, de las semanas, de los meses, de los años. Y él se sentía rebosante de basura, de años y años de una vida planificada por una sociedad llena de rutinas aburridas y atadas a unos papeles de colores que solo servían para hacer la vida más miserable, más inaguantable, más llena de envidias por no tener tantos de esos papelitos como otros, muy pocos, que parecían tener demasiados y seguro, seguro, no estaban en la disposición de compartirlos.

"Como se ha llenado el mundo de mierda", pensó y se sorprendió pensando en ciertos chispazos de un pasado remoto, remotísimo, que no era el suyo. Vastas llanuras, llamas, enormes puertas de madera oscura, almas, poder, mucho poder, TODO el poder.

Se sorprendió a si mismo al darse cuenta que había estado parado frente a la desvencijada y abandonada casa cercana al parque. Enorme, llena de grafitis y apestando al ácido úrico residual de todas las veces que incontables cantidades de hombres apresurados mearon en cada rincón. Pero no le importó nada de lo anterior y entró a la casa por la desvencijada puerta de entrada, sin temores y sin curiosidades, simplemente entró, por impulso.

Dentro, las cosas empeoraban, pues la oscuridad reinaba en la mayor parte de la casa. Sin embargo, jamás tropezó, parecía que sabía cada uno de los pasos que debía dar dentro de aquel lugar. Se dirigió sin dudas hacia el centro de la casa, caminando por inercia, sin saber exactamente por qué o qué era lo que buscaba en aquel lugar. Sin embargo, al llegar al centro exacto del lugar, una lechucita le esperaba, quieta y tranquila, lo miró.

- Ya estoy aquí - le dijo, sin saber por qué había dicho aquellas palabras.

La lechucita se lo quedó mirando, extendió las alas y se mantuvo aún algunos segundos en aquella posición, exactamente el tiempo que tardó en caer muerta de una pedrada.

Las carcajadas de los cuatro adolescentes no se hicieron esperar y él salió del trance en que lo había dejado el pájaro muerto. Los miró, sin ira, casi con curiosidad. Eran, cuatro jóvenes que no llegarían, ninguno de ellos, a los dieciocho años. Tres de ellos tenían furia en su mirada, el cuarto tenía temor.

- El teléfono - dijo uno de ellos - y lo que sea que andés encima.

Él los miraba alternativamente. Se detuvo en el temeroso.

- Tu nombre es Carlos, diecisiete años, tu papá se fue, lejos, cuando eras un niño, tu mamá trabaja en una fábrica y apenas logra darte para comer. El odio que te posee de vez en cuando es producto solamente de una vida de abusos y privaciones, tus comidas varían entre una y ninguna al día, creíste encontrar en esta vida una salida, pero lo cierto es que el vacío interno no se ha de llenar a menos que...

Los ojos de Roberto crecieron, sonrió casi imperceptiblemente.

-... ¡vaya cosa interesante! - dijo, mientras daba un paso. Los demás chicos estaban paralizados, asustados, algo en la expresión de aquel hombre hacía que se quedaran quietos. Instinto de supervivencia, tal vez. - Si es eso lo que tu mente desea...

Terminó de llegar junto al muchacho, sus ojos seguían abiertos hasta lo inexplicable, el chico llamado Carlos, el de la mirada atemorizada, sintió que podía perderse en aquellos ojos inmensos, que era fácil vagabundear en aquella infinitud, que el mundo no era tan malo si tan solo pudiese quedarse ahí, en aquella oscuridad eterna, acogedora, solitaria. Y entonces lo supo, aquella era la respuesta, la solución a todos los dilemas de aquella su vida sin sentido, sin amor, sin eternidad. Sí podía, si quería quedarse ahí, en la calidez de la nada, en la totalidad de aquella ausencia. Solo dejarse llevar, entrar en aquella enormidad reconfortante, volar. Así que levantó una mano. No lo pensó, solo llegó poco a poco al rostro de Roberto. Alcanzar aquella oscuridad, llenarse de aquella nada tan llamativa, adiós a las privaciones, adiós a la vida de soledad acompañada, adiós a su vacío interior.

Y entonces, Carlos cayó.

No hay comentarios: