miércoles, 4 de noviembre de 2015
Hacking. Capítulo 3
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HACKING
Alberto Chavez
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3 CAPÍTULO III
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Nacer en el área sur de la ciudad no es una cuestión sencilla. Se nace
con las heridas en las manos, con los pies sucios, con el hambre
atrasada. Leopoldo podía haber sido el ejemplo perfecto, más patético,
de todas estas características. Nacido por accidente, de padre
desconocido, como es costumbre en el lado sur, de una madre medio
trabajadora, medio drogadicta, logró salir del charco en el que nació
gracias a la bondad de algunas personas a su alrededor, vecinos, la
gran mayoría, que consideraban que el destino de aquel niño no tenía
por qué estar marcado por el sino que la misma madre había decidido al
parirlo sin dolor, pues estaba lo suficientemente drogada como para
recordarlo siquiera.
Los susodichos vecinos lo alimentaron malamente durante sus primeros
tres años, tiempo en que la madre, sin conseguirlo del todo, se
sobrepuso a su problema de drogadicción y darle un poco más de tiempo
a ese hijo que recordaba lejanamente haber parido. Con una progenitora
incapaz de de asumir un trabajo por demasiado tiempo, Leopoldo se vio
obligado a tomar un trabajo desde sus seis años, haciendo cualquier
cosa. Siendo que su caso era el de trabajar todo el día, la escuela
nocturna fue la única salida para la educación de Leopoldo, misma que
logró terminar con interminables esfuerzos, después de casi quince
años de desvelos y de un cansancio que solo él podría explicar.
Con veintiún años cumplidos, Leopoldo sabía que estaba condenado a
permanecer en el lado sur mientras su existencia fuese eso,
existencia. Condenado por un mero accidente de geografía y de
natalidad, Leopoldo afrontaba su destino con optimismo y un lejano
deje de rebelión. Nunca le gustó la idea de no poder salir de aquel
lugar, pero había una muralla de aproximadamente treinta metros de
altura que le aseguraba que, con todo y su espíritu revolucionario, no
había forma alguna para poder pasar de un sector a otro o, en el mejor
de los casos, unir aquellos sectores para poder trabajar juntos. El
último pensamiento siempre le causó una sonrisa involuntaria, por
tener la seguridad absoluta de la imposibilidad utópica de aquel
sueño.
A su temprana edad, era dueño de una tienda de bíberes en el barrio
más pobre y conflictivo del sector sur. Sus clientes más asiduos eran
los mismos delincuentes a los que tenía que pagar para que le
brindaran "seguridad" y pudiese operar sin problemas. Sin embargo,
lograba subsistir y darle un poquito de vida digna a aquella madre a
la que, pese a todo, seguía respetando e intentando darle algo que
ella jamás había podido darle.
Pese a todo, Leopoldo era inteligente. Mucho más que el promedio. Era
listo y además era bien educado. Todas, cualidades que no servían de
nada en su mundo, pero que aún así, tal vez por naturaleza, tal vez
por el mismo instinto de rebeldía que ostentaba de nacimiento, él era
eso y mucho más.
Sin apenas acceso a la tecnología que los habitantes del lado norte
ostentaban, él lograba hacerse con algunos aparatos de cuando en
cuando, con el único objetivo de saber la forma en la que
funcionaban. Cosa que lograba conseguir, aunque fuese de manera
superficial, que sin embargo, era mucho más que la gran mayoría de los
habitantes del lado sur de la ciudad podían decir sobre su propio
conocimiento tecnológico. Ninguno de aquellos aparatos tenía un uso
real en aquel lugar, dado que nadie conocía sobre su uso ni tenían las
posibilidades de costearse semejantes cosas.
Así, con el hedor característico de aquellas calles que hacían las
veces de calles y de letrinas para todos los borrachos, drogadictos,
vagos y personas sin hogar que deambulaban por cada rincón, así y
todo, Leopoldo lograba sobreponerse día tras día, sabiendo que tenía
que vivir, aún fuese por la mera inercia de existir, aún fuese por
demostrarle a... nadie, que él podía hacerle frente a una existencia
que no podía más que calificarse de existencia por la necesidad
inherente de los cuerpos de aquellos habitantes de seguir respirando.
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Aquel día, se había levantado a las cinco treinta, como todos los
días, había llegado a la tienda, había desalojado a los borrachos que
solían mantenerse a las puertas de su negocio, había colocado el
mostrador con los productos más solicitados al fondo, para que los
clientes que fuesen llegando y buscasen cualquiera de aquellos
productos, tuviesen que pasear la mirada por toda la tienda,
entontrando, con algo de suerte, algún otro producto que quisieran en
el camino.
Todo, absolutamente todo, apuntaba a que sería un día común y
corriente más.
Claro, común y corriente, hasta que tuvo que matar a un chico y salvar
al mundo
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