miércoles, 15 de octubre de 2014

El angelito. Cuento


Fue tarde, no sabría decir exactamente la hora, pero sé que era tarde, porque el ruido desesperante de los carros había disminuido. Tenía hambre y me había levantado a prepararme algo de comer. Nada elaborado, tal vez un pan con crema o con queso, cualquier cosa hubiese estado bien. Pero el aleteo me sacó de mis pensamientos culinarios.

Eran unas alas grandes. Seguro. Algo que jamás había escuchado, algo más grande que un de las lechucitas que llegaban a posarse de vez en cuando sobre la antena aérea del televisor. Aquello era grande, lo suficiente como para hacerme botar la bolsita con la crema y prepararme para lo peor. Imagínese usted el susto... no, el pavor que despertó en mí al oir que tocaban la puerta de atrás. Sí, esa que da a lo que se supone que es un patio y que no es más que un trocito de tierra moribunda, llena de cienpiés y escasa de cualquier otra cosa.

Yo, claro, desnudo como estaba corrí hacia mi cuarto con el Jesús en la boca, creyendo que la delincuencia me iba a convertir en una pequeña adición a las estadísticas. Pero cuando aquella voz, dulce, difícil de definir como masculina o femenina me pidió que abriese la puerta, por una razón que no podría explicar, no pude resistir, mis piernas se movieron solas, me vi lleno de una confianza que jamás había logrado sentir, estaba plenamente convencido de que aquello que estaba en el minipatio no era malo, al contrario, sentí que no había nada en el mundo más seguro que aquello que estaba afuera. Y sí, lo pensaba como “aquello”, porque el tonito de la voz era extraño y porque, imagine usted, ¿cómo llamar a algo que llega volando, a media noche (o eso creo) a tocar a la puerta de atrás de su casa?

En fin, llegué sin miedos a abrir la puerta, solo para encontrarme con lo más hermoso y maravilloso que mis ojos hayan podido ver o verán en esta vida o en la otra: un angelito. Era chiquito, gordito y bonito, como esos cuadros en los que se retrata a los angelitos, que si bien son chiquitos, también era lo suficientemente grande como para que el aleteo sonara pesado y de ahí el ruido que originalmente me había matado del miedo.

Pero decía,... al abrir la puerta, el muchachito... o muchachita, no sé bien, me miró con cierta indignación, como reclamando el tiempo que me había llevado abrir la puerta y entró batiendo sus alas y viendo a derecha e izquierda, como evaluando si el lugar valía la pena la espera que había tenido que hacer.

Imagine mi vergüenza al recordar que yo estaba desnudo, sí, desnudo, chulón, vaya, para que me entienda, con todas las miserias al aire y el angelito ahí, volando con los brazos cruzados y sin prestarme demasiada atención.

Finalmente, se volvió con resolución y me dijo, “quiero dormir”. Como es de suponer, la extrañeza y la duda me cruzaron la cara, sobre todo por aquello que mi abuelita siempre me dijo “los ángeles no duermen, no lo necesitan y además te cuidan” y si no, ¿en dónde carajos queda aquello de “ángel de mi guarda dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”? Debí haber sido tremendamente transparente para aquella cosita tan tierna, porque me miró con cierto hastío y me dijo “sí, dormir”, me acabo de escapar porque quiero experimentar lo que ustedes experimentan.

Mis orejas deben haberse puesto más coloradas que los tomates que se ven en la tele, digo, porque los del mercado son más pálidos... pero bueno, que aquella confesión me llenó de nuevo de ese temor paralizante. UN ANGELITO ESCAPADO. No era eso casi como Satanás. Usted me dirá que no, que a aquel lo expulsaron y este se había escapado, pero que yo no lo creo de esa forma, que de todas formas fuera del cielo es fuera del cielo y desobediencia es desobediencia ¿y qué si el de allá arriba, el mero mero, el colochón se enojaba con el angelito y le mandaba un rayo o algo y terminaba yo sacando terminación?

Como pude, le señalé la cama y alcancé a decir con un hilo de voz, haga de caso como ese ruidito que se escapa cuando abre usted el chorro del lavadero y se da cuenta no hay agua y solo sale aire, pues así, así mismo era mi voz en ese momento, y le dije, “adelante, acostate como podás”

Pero en el momento en que el bodoquito ese se me quedó viendo con extrañeza y con cara de no saber lo que le estaba diciendo, una ola de ternura me invadió, aquella cara de inocente ignorancia me hizo olvidarme de todos los temores y me hizo querer ayudarlo, nada más que ayudarlo sin que me importara nada más.

Me acosté en la cama y me puse la almohada debajo de la cabeza y le dije “esto es acostarse”, es lo que se hace para luego poder dormir. Una vez más, se me quedó viendo con cierta duda y me dijo “pero, ¿cómo logro dormirme?”

La pregunta del millón. Cómo explicar algo tan cotidiano, algo así como la pregunta de “sí pero ¿cómo respiro?” ¿Cómo se le explica a alguien que nunca ha hecho algo que para uno es una necesidad y no algo que se hace porque se desea?

Lo único que se me ocurrió fue lo obvio: “Hagamos algo, me voy a acostar y a dormir para que me veás mientras duermo, a ver si lográs hacerlo como yo, ¿de acuerdo?”

El angelito me vio con alegría y asintió, así que me dispuse con alegría a mostrarle a aquella cosita cómo se hacía algo en lo que yo era experto. Con algo de superioridad me acosté, me puse la almohada debajo de la cabeza de nuevo y le dije “ahora se cierran los ojos y esperás a que el sueño llegue y perdés la conciencia” Cerré los ojos y esperé, aparentemente poco, a que el sueño me dominara. Aquella experiencia debió haberme agotado de manera extrema, porque terminé durmiendo hasta la mañana siguiente. Me levanté con cierto aspaviento, recordando que tenía una visita por demás importante, con vergüenza y con cierto orgullo presuntuoso, pues no cualquiera duerme con tanta placidez como lo logro yo, tanto tuve razón, que cuando levanté la cabeza, me asombró no ver nada. No, no estaba ciego, no estaba bajo ningún evento de presión nerviosa, en realidad, no vi mi televisor, no vi mi refrigeradora, no vi mi cocina, no vi nada de nada.

La verdad es que no he dicho toda la verdad, si que había algo: un papel escrito a lápiz con una letra preciosa que con seguridad era del angelito. Decía lo siguiente: “Te vi dormir por algún tiempo y me pareció aburrido, así que he decidido intentar otras cosas que ustedes hacen a diario, esto de la televisión es gracioso”

Me reí con todas las fuerzas del mundo, pero la verdad es que, además, aprendí una valiosa lección: La próxima vez que un ser paranormal o mitológico se haga presente en mi puerta, con toda la seguridad y la autoridad de mi humanidad, lo voy a mandar a la mierda.

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