sábado, 6 de abril de 2019

Estos días grises de Abril


Estos días grises de abril hacen que la inmensidad de mi melancolía crezca como la marea con la luna. Hacen que recuerde que ya no estoy en donde estaba, que ya no soy el que era, que ya no tengo lo que tenía, que ya no siento lo que sentía.

Sin embargo no es precisamente nostalgia, porque no es que añore lo que ya no es, lo que ya no está... es la imposición del tiempo la que escuece. Son estas hojas de calendario tiradas en el piso. Esta fruta podrida que aún cuelga del árbol marchito.

La vida era más fácil hace algún tiempo. No, no era más feliz, simplemente más fácil. Si la felicidad es la condición del tonto, me alegro de ser el más estúpido ser humano que existe. Pero me aparto del sendero. La vida solía ser más fácil, tal vez por no saber, tal vez por la avidez con que uno se aferra a la ignorancia, como si esta fuese la tabla de salvación de un abismo que, una vez superado el desconocimiento, resulta tan atractivo como irresistible. La juventud es la excusa perfecta para ignorar las verdades más crueles y a la vez más vanas. Con los años se aprende a aceptar la necesidad, que no el gusto, por el dinero, por los compromisos, por la bebida amarga de la lenta degradación.

Las mismas aceras que en la juventud se recorrían con curiosidad, con anhelo, con deseo, se recorren ahora con aprensión. Los árboles delante de los cuales el alma joven se maravillaba, pasan a ser parte del ornamento que pasa desapercibido, pues las preocupaciones de la edad adulta privan a los ojos de la belleza que sigue estando, pero que parece que ya no es.

Esquivo y lejano recuerdo, ¿por qué has decidido crecer tan malamente dentro de mí? Todos los atardeceres, un solo atardecer. Ya no soy una legión, ya no soy un universo en mi mismo. La vida te va singularizando, uniformizando, homologando con cruel lentitud, pero con inevitable resultado.

¿Qué es la edad adulta? La verdadera edad adulta debería ser la liberación de los prejuicios que en la juventud nos encadenan a la apariencia y a la vanalidad. Cuán sorprendente y sardónica resulta la realidad de las que tan pocos escapan.

Las ruedas dentadas de la maquinaria que nosotros mismos hemos creado, están tan bien ensambladas que intentar reemplazarlas resulta casi imposible y si se intenta, la maquinaria se defiende, se enerva e impide que el cambio se lleve a cabo. Y así, crecemos creyendo que el cambio es malo, que no hay nada mejor que lo que ya es. Los sueños nos están permitidos bajo la condición de no soñar fuera de los límites de la maquinaria. La libertad es tal, dentro de los confines, dentro de las fronteras, dentro del encierro.

¿Por qué es tan difícil imaginar un momento en el tiempo que no esté en nuestro reloj? Soñar con un nuevo color es imposible, tener un nuevo sabor es prohibido. Ser adulto es darte cuenta. Ser joven es la burla de lo que es, el ansia por lo que puede ser.

Y ahora, tantas décadas después, los colores son más pastel, los olores son viejos conocidos y las horas son las mismas, un día trás otro, sin que quede la vieja ansiedad por descubrir algo que aún no existe. Y si me preguntasen si mi deseo es volver esa lejana lozanía, ese brío de la juventud, la respuesta es, claramente no. La nostalgia por el pasado no es precisamente el motor de este escrito, es simplemente la melancolía que provoca un día gris de abril, que me recuerda que hay deudas, que hay necesidades de dinero, urgencia por satisfacer las urgencias más básicas, tristeza por aceptar que la edad llega, que los mitos se superan y que la monotonía prevalece... afuera, canta un pájaro.