sábado, 29 de noviembre de 2014

Podcast 9: Hola viejita. Parte 2

Segunda carta de 3, que conforman este cuento de Hola Viejita:


Además, se supone que ya se va a poder bajar el audio de este podcast, en caso de que así lo desee hacer.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

El monstruo del parque - Cuento


Al principio era un juego, como todo lo que iniciaban ellos dos. Un juego de verdad, aunque ellos lo habían inventado. Era un juego relativamente sencillo pero bastante ingenioso. El que comenzaba el juego debía estar como estatua por un minuto completo, UN MINUTO, antes de comenzar a encontrar las pistas que el otro iba dejando por todo el lugar, todo con el objetivo de saber el lugar exacto, por deducción lógica y no simplemente porque se buscó al otro desde un inicio, en donde el de las pistas se escondía. Las estatuas detectives, le habían llamado al juego, y era realmente fabuloso.

Tal vez ella le dio a entender que le gustaba, tal vez él mal interpretó lo que ella le decía. Pero cuando terminaron el juego aquel día y decidieron trepar al enorme árbol de amate al final del parque, él estaba confundido, no sabía lo que le pasaba, era algo nuevo, algo que no había sentido nunca en todos sus enormes nueve años de vida, pero cuando ella lo tomó de la mano para terminar de andar el camino hacia el árbol, él supo lo que era: él la amaba, la amaba de verdad, no como los adultos, la amaba con sinceridad, sin furia, con temor, sin exigencias, hasta la muerte, desde lo más profundo e interno de lo que era capaz de imaginar.

- Te quiero – le dijo, seguro de estar cometiendo la mayor locura del mundo, esperando que ella le soltara la mano y lo dejara ahí, moribundo del amor más sincero que se ha conocido jamás.
- Yo también – le respondió ella, mientras le regalaba el momento más eterno de cualquier finitud: su sonrisa sincera.

Y como siempre, subieron al árbol con toda la velocidad de la que eran capaces y no necesitaron volver a decirse nada, porque se amaban tanto, que no tenían necesidad de decírselo, lo sabían, lo sentían y eso era más que suficiente.

En fin, ya estando en la parte más alta de la copa se dedicaron, como siempre, a ver los perros callejeros pasar, inventándoles nombres e imaginando el tipo de vida que tendrían una vez desaparecieran de su vista.

El viento se había dedicado a dibujar maravillosas figuras sobre la cancha polvosa que estaba debajo de ellos, así que también se dedicaron a darle nombres a los dibujos, nombres inventados, inexistentes para la gran mayoría, pero de una veracidad que cualquier niño podría atestiguar.

Pero algo pasó, algo que los dejó quietos y callados por un momento, detrás del enorme árbol de hule, al otro extremo de la cancha, un enorme agujero se abrió, exactamente en la mitad de la corteza. De repente, una enorme nariz azul se asomó y los dos niños se quedaron quietos, de piedra, mientras a la nariz le seguía una enorme trompa llena de pelos y de la cual sobresalían cuatro colmillos, dos superiores y dos inferiores y luego, unas manos gigantescas que se asían a los bordes del agujero en la corteza, para dar paso, ya en su totalidad, a un enorme monstruo de grandes patas y un descomunal estómago, que lo hacía verse mucho más amenazados, cuanto que devorador de todo aquello se atravesara en su camino.

El monstruo salió, vio a un lado y otro, y luego se recostó sobre el almendro que estaba junto al árbol del cual había salido: parecía sentirse cansado por alguna razón, pero también se miraba adolorido, con cierto malestar que se exteriorizaba con bastante claridad y que tendría que haber sido la razón para el descuido de salir aún con la pálida luz de la tarde de aquel noviembre.

El silencio no debía romperse, ¿qué pasaría si aquel animal, humano, cosa, lo que fuera, los descubría? Él no quería ni pensarlo.

Y aquel enorme... lo que fuera, se levantó y trató de andar hacia el otro lado de la cancha polvosa, cojeó con dificultad “le duele la pata” pensaron los dos al mismo tiempo, y se miraron con la complicidad de quien sabe deducir tan bien como para jugar Estatuas detectives sin dificultad.

El monstruo logró llegar al amate de los niños y volvió a recostarse, mientras se rascaba la cabeza. Sin embargo, al recostarse sobre aquel árbol, lo movió de tal forma que él no pudo evitar resbalarse. Claro, él era un buen escalador y no cayó, pero la rama que resultó rota en su operación de autosalvamento no fue tan benévola como para quedarse callada. Ella, preocupada por él, dejó escapar un grito ahogado, pero que también fue lo suficientemente audible como para que el panzón del monstruo se levantara asustado y a la defensiva.

- ¿Quién? - fue lo que dijo, con una voz tan gutural y grave que ella, que no estaba asida con firmeza a ninguna rama por querer ayudarle a él, se soltó.

El tiempo se detuvo para él, viéndola caer, alzando sus manos hacia él, intentando asirse, mientras abajo el monstruo los miraba, extrañado, asustado,... preparado. Él, por supuesto,no podía perdonarse. Después de confesarle que la quería, sintiendo con toda el alma aquel amor que se caía en un abismo interminable, en una caída que duraba su vida entera. ¿Y si él también saltaba?, ¿qué importaba ya su propia vida si ella no iba a estar mañana para volver a jugar, volver a correr de la mano, volver a ver el regalo diario de su sonrisa?

Aquel pensamiento le duró un segundo, nada más. Era obvio, no era más que un pensamiento fugaz, por el que se sintió culpable, ¿qué otra cosa podía hacer? Así que, sin perder más que ese segundo, saltó.

No supo muy bien lo que pasaba. Él la miraba a ella y lo que pasaba allá abajo, que cada vez era menos abajo y más el aquí, no le importaba, iba a estar con ella, como debía ser, como él sabía que debía ser, pues no lo imaginaba de otra forma. Y finalmente después de una eternidad perdido en los ojos de ella, el “aquí” llegó.

- ¿Quién? - volvió a preguntar el monstruo, mientras los sostenía a los dos en cada una de sus manos.

Y se dieron cuenta de que no estaban muertos, no estaban siendo devorados y que estaban siendo sostenidos por unas manos grandes pero suaves y calientitas.

La primera en reaccionar a la pregunta fue ella:

- Carolina – dijo con temor, mientras se tocaba el pecho señalándose a sí misma.
- Enrique – dijo él, imitándola.

- Carolina... Enrique – atronó el enorme monstruo – luego dijo – Roberto y, ante la mirada atónita de los dos niños, él sonrió.

En un mundo de adultos, la perplejidad hubiese sido la reacción más normal, o bien el pánico descontrolado. Pero ocho y nueve años es una edad de madurez y comprensión absoluta, por lo que los dos sonrieron con total naturalidad, mientras eran depositados en el suelo por Roberto, el monstruo panzón, peludo y sonriente.

Como todo un propietario real del parque, Roberto se portó por demás cortés y les ofreció cerezos de Belice, fruto ácido pero de buen sabor, que los niños siempre habían gustado y que, por supuesto, siendo ellos muy educados también, aceptaron con gratitud.

Sin embargo, Roberto cambió la sonrisa por una mueca de dolor en un instante y los niños se dieron cuenta.

Ella fue la primera en preguntar:

- ¿Duele?

Y él les mostró su pata inferior, a la que era claro que no podía llegar y que tenía, ah las coincidencias literarias, una enorme astilla clavada

Así que Enrique, se acercó a Carolina y le dijo en un susurro “Como en la astilla del león” y a ambos se les iluminó la sonrisa, con una complicidad por demás conocida entre ellos dos.

- Fuerte – dijo Carolina, mientras asía el tronco del árbol de cerezo de Belice, invitando a Roberto a hacer lo mismo.

Enrique fue el que se acercó a la patota de Roberto y le hizo de señas, advirtiéndole que iba a tirar de la astilla, así que Roberto, sin mayor dilación, se aferró del tronco del cerezo, mientras cerraba los ojos, preparándose para el dolor que, sin duda, venía. Claro, la cosa no fue nada sencilla, pues lo que para Roberto era una astilla, para el pobre de Enrique era una rama de considerable tamaño, de la que tuvo que tirar, haciendo acopio de todas las fuerzas que sus nueve años le permitían. Roberto, pobre, se mordía el labio inferior intentando resistir el dolor. Finalmente, la astilla-rama salió de la pata de Roberto, no sin una cantidad considerable de sangre morada.

La expresión de Roberto cambió casi de forma inmediata, de un agudísimo dolor, a una sonrisa de alivio, que acompañó de un gruñido que puso a ladrar a todos los perros del lugar.

Los niños se fueron, pues la cena seguramente se enfriaría en las mesas de cada uno si no llegaban a tiempo, pero Roberto los abrazó con mucha calidez y expresó un “Gracias” que sonó a un rayo estrellándose contra el piso de aquella cancha.

Los vecinos del lugar no se dieron cuenta, o aparentaron no darse cuenta de la existencia de Roberto, pues podría poner en entredicho su madurez adulta, así que nadie dijo nada cuando al día siguiente, el cerezo de Belice apareció con unas marcas de unas enormes manos que lo habían apretado con fuerza y los niños, claro, siguieron llegando, siguieron queriéndose con la mayor sinceridad, ella le siguió regalando su sonrisa, como siempre, pero los juegos de las Estatuas Detectivas, eran aún más fáciles, con Roberto, siendo que era incapaz de esconder aquel enorme cuerpo en ningún lugar de aquel maravilloso parque.

FIN

sábado, 22 de noviembre de 2014

Sábado de vídeo

Que ayer me fue imposible, así que hoy le traigo uno cortititito pero gracioso... además de ser de esos que explica muy bien el comportamiento humano frente a lo que consideramos una gran desgracia, cuando no nos damos cuenta que pudo haber sido mucho, mucho, mucho peor:

A Tale of Momentum & Inertia from HouseSpecial on Vimeo.

Sonría, es sábado :)

viernes, 14 de noviembre de 2014

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Manual para el suicidad principiante - Cuento


Se comienza con timidez, con esa vergüenza disimulada que ocurre cuando ni siquiera queremos que se nos note que tenemos vergüenza.

Enterrar poco a poco la cabeza en la almohada, tal vez... pero esa sensación de la caliente respiración, ese recordatorio permanente de algo que ya no se desea: la vida. Tal vez no, asfixia por almohadazo delicado, no.

En esos momentos, claro, uno recuerda que la casa es una porqueriza, una casa... casita... casistilla en la que es tan fácil que se note lo sucio y muerto, claro, pero con dignidad, así que se va uno a traer la escoba a ese remedo impertinente de patio en el que caben, con suerte dos macetas, una con albahaca, de esa de gallina, porque la otra no se le da a uno que tiene mala mano; y otra con intentos de principiante de sembrar zanahoria, o cebolla o tal vez cilantro.

El proceso de barrido debe ser el más meticuloso que jamás se haya llevado a cabo, al fin y al cabo, esas habladurías de velorio: un asco. Es preferible que digan que se es un muerto limpio a que den gracias a cualquier dios porque un personaje de semejantes malos hábitos no merecía seguir vivo. Y aquí empieza realmente el problema, porque se empieza uno a dar cuenta de que han habido recovecos que jamás - no, no es exageración – jamás se habían limpiado y encuentra uno animales que no sabía uno que existían, así que comienzan las preguntas de si realmente es que llegaron o se generaron espontáneamente y a lo mejor hasta están por desarrollar consciencia de sí mismos.

De acuerdo, la limpieza se ha hecho, tal vez demasiado concienzudamente, pero vamos, que es nuestra última hazaña, nuestro opus mortem, si se le quiere llamar de alguna manera y nos decidimos a intentar otra cosa. Así que claro, es el momento de observar las vigas (madera o metal, dependiendo de lo que encontremos) y preguntarnos si aguantarán con el sobrepeso (no me diga que no, acepte su obesa realidad con estoicismo). En fin, que va uno a ver si hay algo que, en unión sinérgica de pescuezo, vigas y cable-lazo-alambre-ocualquiercosaquesirva lleven, al fin, al gran paso, el último, ese en el que se dicen las palabras memento mori.

La cuestión de amarrar bien el cable-lazo-alambre-ocualquiercosaquesirva tampoco es cosa fácil, pues hay que asegurarse que no vaya a desamarrarse y termine uno con más dolor de orgullo que con una muerte digna, así que se hace un nudo de marino y se va traer una silla, una silla cualquiera, que tampoco es para ponerse exquisito, que con la dignidad guardada basta... y es aquí en donde aquel gusanito de la inconformidad a corroer poco a poco la idea que tanto costó: DIG-NI-DAD, tres sílabas, una palabra, mucho contenido y falta de ganas de mandarlo todo a la mierda. QUE NO, que colgado... vamos que muy bien muy bien, no es que se termine viendo uno, todo colorado/morado y con la lengua de fuera, uf, la peor de las poses en el peor de los lugares. Bien pues, no.

Saltar de un décimo piso, ni en la peor de las borracheras, que las alturas dan un mieeeeedo.

Gas... no, que si hay una chispa, eso de morir quemado sí que no, cualquier cosa menos quemado, que además de deforme, con una muerte cruel y dolorosa.

A ponernos frente a un bus o microbus, que estos seguro que hasta pagan por matar gente... pero ¿y si no hay tales de estirar la pata y solo queda uno medio rengo y además estúpido? No gracias.

Pagarle a alguien para que nos quite la vida. Ja, si no tengo ni para el pan francés de hoy, voy a tener entonces para pagarle a uno que me deje las tripas de fuera. Que no.

Veneno. Y la pregunta del millón de dólares: ¿Sabe usted en dónde puedo conseguir cianuro, cicuta, curare? No.

Así pués, después de un buen tiempo de meditar y analizar, se llega a una conclusión: hágale huevos a la vida, que morirse no es ni lejos, algo sencillo o barato.

FIN.

sábado, 8 de noviembre de 2014

La Pava (poema de Francisco Torres)

Hoy no es nada mío... es simplemente que a alguien a quien quiero mucho le gustó este poema y la verdad es que no deja de tener su gracia:


LA PAVA

Por entre las flores que adornan la reja,
asoma la cara alegre y risueña
una zagalilla, modelo de hembra:
con ojos muy negros y tez muy morena
ha poco un mocito de hechuras flamencas
de prisa y gozoso a la calle lega,
y el paso detiene ante aquella reja
que es altar y trono...
¡Altar de su diosa, trono de su reina!

Ya están frente a frente,
la pava comienza:
- Hola Carmencilla. - ¡Hola, buena pieza!
A dónde has estado Currillo...? ¡Contesta!
¿por qué no ha venío a la ocho y meía
como toa la noche...? ¡Me tié contenta!
Hace algún tiempo que tengo sospecha
de que tú me engaña, si verdá fuera
te juro por esta...

- ¿Qué ice, serrana?
- Que eres una prenda, que me engaña, curro,
- ¿Yo engañarte, reina?... ¿Has perdío el juicio?
- Quisieras lo pierda. ¿Te parece bonito
tenerme cerca de do hora esperando?

- Nena e que yo...
- No quíeo iscurpa...
- Espera y escucha un itante tan solo,
princesa, que un grillo se escucha y vale una perra.
- Y tú vale menoque un grillo, tronera...
No quío escucharte mentira,
- Carmela!... no tíe... reparo, no tíe prudencia,
- Ni tu tíe vergüenza.
- Por Dios, no te enfade que pone muy fea
tu cara bonita, tu cara de reina...

- ¿Ya viene con flor...? Pue largo con ella,
que aquí por fortuna no sobra maceta...
- ¿Por qué eso modale, por qué? Dí,
Carmela...
- Porque tengo celo.
- ¿Quién e esa hembra
que amarga tu vía?

- No lo sé; cualquiera...
Yo no la conozco ni quíeo conocerla;
una lagartona que te quíe pa ella
y no le importa er que yo me muera.
- Ar que eso te ha dicho que te güerva el dinero.
Mira mi arma toa entera
era e mi mare cuando a tío morena,
no te conocía; más la noche aquella
en que yo te vi por la vez primera,
la partí por medio pa que ansina sea
la mitá pa tí, la mitá pa ella...

- Renuncio a mi parte de arma tan perra...
- ¿Qué ice? - Lo dicho: tú si dúa piensa
que vas a engañarme con la labia esa
Qu el Señó te ha dao. Pue no te lo crea,
que si tú ere pillo, yo soy tan lela.

- ¿Es que te has propuesto que tengamos
gresca?

- Lo que yo deseo e que ya no güerva
má por esta calle, porque yo a la reja
no bajo ni a tiro pa que tú me veas...
- Ni farta que hace; no pase tú pena
por eso, chiquilla, ecuída, Carmela,
que yo te prometo darte gusto. ¡Ea!
Adió, señorita...

- Adió, sinvergüenza...

La dama, nerviosa, la ventana cierra
y tras la persiana marchar la contempla;
él a cada paso vuelve la cabeza
y exclama entre dientes:

- ¡Que baje mañana a la reja Dió mío!
Y entre tanto, ella se queda gimiendo:
-¡ Dió mío! ¡Que güerva!
Francisco TORRES

Así pues, se los dejo, para ver si también les deja una sonrisa :)

martes, 4 de noviembre de 2014

Mañana como siempre... - Cuento

Y vuelvo a este lugar, en donde lo único que cuenta es la justificación.

Veo a uno y otro lado y me siento perdido, ausente de mí mismo, veo mis manos correr por el teclado sin saber exactamente lo que están escribiendo. Estoy solo, me siento solo y comienzo a temer que sea un viaje sin retorno. Años hace que no tenía esta sensación y me doy cuenta que a pesar de no sentirme nada bien, debo estar aquí. Aparentando que estoy bien, que soy fuerte, que no pasa nada.

Cierro los ojos e intento recordar lo que se sentía ser distinto… y no lo consigo. Nada me sabe como antes. Si bien no soy de los que vive anhelando un pasado mejor, lo cierto es que tampoco el presente y mucho menos el futuro me suenan prometedores. Intento recordar mi felicidad y no logro recordar lo que sentía. Mi momento de autocompasión duró poco, cuestión de un día, tal vez dos. Pero lo siguiente fue peor. La vacuidad, la falta de peso, la ausencia.

Todo comenzó por una estupidez, como empiezan todas las cosas grandes. Un pleito, un malentendido, una frase dicha tal vez sin querer, pero que alcanzó a tocar fibras sensibles. Demasiado sensibles. Primero, claro, el enojo, pero luego algo pasó, algo se comenzó a transformar, a cambiar dentro, como esas gotas que se van acumulando en los huecos de las piedras y cuando el hueco se desborda no lo hace más en simples gotas, sino en grandes chorros, así, lo que se desbordó producto de aquella insignificancia, resultó ser la indiferencia. No había odio, no había otra persona, solo había una nada monumental, un vacío triste y errante, vagando por cada rincón del alma.

Estando aquí, no puedo más que desear en otro lugar. Pero no sé en qué lugar. Viendo a la gente entrar y salir de esta oficina no puedo menos que imaginar lo plácida de las vidas de cada uno y me doy cuenta que estoy terriblemente equivocado, que las vidas plácidas son una falacia, una mentira que creemos por un tiempo, pero que luego llegamos a desenmascarar. Y duele. Y destruye.

La necesidad de aparentar que se trabaja no hace más que incrementar la soledad. Trabajo, claro, hago lo que debo hacer, por lo que se me paga y por lo que soy una persona “productiva a la sociedad” Todo una pantalla, una mentira enorme que dice que estoy bien, que soy una persona importante y que sabe hacer su trabajo. Como si eso fuese lo único que importa.

Vida, trabajo, trabajo, vida. Suena complementario, pero en realidad es parasitario. El trabajo se convierte poco a poco en lo más importante para muchos y en lo más deprimente para otros. Con lentitud, los progresos laborales se van convirtiendo en lo único que interesa, como si la necesidad de trabajar, se convirtiese en la necesidad de saber que somos necesarios en el trabajo. Espejos para los conquistados.

Y permanezco en mi lugar de trabajo, cumpliendo un horario que no pedí, que no establecí y que nadie ha establecido nunca, porque sí, porque este es el horario que ha sido siempre, tantas horas fuera de cualquier lugar que a uno le pueda parecer interesante, porque eso es lo que debe ser, porque siempre ha sido de esa forma.

La veo en mis recuerdos y parece que estuviese ahí. Pero lo cierto es que no la extraño. No recuerdo como sentir lo que sentía por ella y eso me entristece. Creamos una vida junto a alguien más con la esperanza de que un sentimiento, una reacción química, será capaz de durar para siempre y de repente, un pleito, otra reacción química, no hace más que contrarrestar el efecto de la primera y luego,… nada.

Y ahora, que la hora de partir se acerca, que he de regresar a otro lugar en el que no quisiera estar, no hay nada más devastador que aceptar que mañana, como siempre, el sol saldrá y mi corazón seguirá latiendo, porque no soy más que el resto, porque estoy aquí, junto con otros millones, que tienen tanto vacío en su vida como yo. Que el mundo sigue, que el universo sigue. Tanta verdad, tanta crueldad, tanta mierda.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Podcast 7. Cuento "Hola Viejita

Como hacía ya ratos que no publicaba un podcast, pues me decidí a hacer uno. En este doy cumplimiento a la promesa de subir más cuentos leídos y les leo uno que, además, ya estaba subido al blog desde hace algunos años, pero que ahora lo leo, no sin cometer algunos errores de lectura, pero que no son tan graves como para no entender el contexto. Mis disculpas, además por el tonito constipado, pero recién salgo de una gripe crepuscular :(

En fin, el cuento se llama Hola Viejita y es un cuento que se divide en 3 cartas, el podcast es la carta 1, en la que un viejo YO, le escribe a un amor perdido que no superó jamás.

Este es el podcast: