martes, 8 de enero de 2008

Cuentos de la rebusca 1

Hola a todos.

Lamento mucho la ausencia, pero es que he estado un tantito ocupado. Sin embargo y cayendo un poco en los clichés "Año nuevo, vida nueva" y me propongo estar escribiendo al menos 2 veces por semana, espero que me sepan entender si no lo logro, aunque mi testaruda y escasa razón dice que sí puedo.

Este post es el primero de muchos, pues quiero compartir con ustedes una serie de historias propias que decidí convertir en cuentos ridículos, espero que les gusten. La serie de cuentos se llama Cuentos de la rebusca y es parte de un doble trabajo, junto con otro que se llama Cuentos desde el Desempleo, que espero también compartir con ustedes amigos míos en un futuro.

El primero de los cuentos de la rebusca es, por supuesto sobre mi primer trabajo, espero lo disfruten:

Mi primer trabajo... mi primera comida

Corría más o menos 1990 cuando me dio por ver si alguien quería tener como trabajador a un menor de edad que era muy bueno... para no hacer nada.

Tenía yo como 15 años echados a mi calendario y un exceso de falta de ganas de ser productivo, sólo equiparable a la abundancia de vacío en mis bolsillos, lo que no era bueno ni para mis deseos, ni para los deseos de mi madre de verme ganando dinero... para que ella pudiese echar mano del suyo propio.

Yo, de alma por demás aventurera, pero de cuerpo y mente por demás holgazanes, decidí que, como fuese, algo había que hacer en el período de mis vacaciones de segundo año de bachillerato, año que prometía ser la antesala del final de un calvario que pasara después, a ser una de las más grandes añoranzas de este servidor.

Mi padre, hombre ejemplar como el que más, con contactos en muchas de esas organizaciones no gubernamentales que intentan siempre estar a flote por obra y gracia de la colaboración extranjera, claro, siendo que la nacional se destina a llenarle el buche a los pollitos necesitados de amor, de esos que se llaman magistrados, diputados y otras series de “ados” de cuyo nombre no quiero acordarme. En fin, y puestos de nuevo en el camino, comencé trabajando como “digitador voluntario”, léase “que no gana ni un quinto” en una de esas organizaciones, misma en la que aprendí a utilizar uno de esos programas para computadora que son tan viejos que ya nadie los recuerda. Por alguna razón me gustó lo de teclear y teclear por algunas horas, y le fui agarrando cariño al asunto, de tal suerte que, o por lástima o por hastío, vinieron en darme el trabajo remunerado en la jugosísima cantidad de 200 colones (obsérvese el uso de esa palabra arcaica que designaba una tal moneda aventurera que alguna vez estuvo en circulación por estos lares, como si no supiese que el dólar había sido siempre el guardián de todo lo bueno y cordial de las relaciones entre nuestro país y esos angelitos de candor de más al norte). Misma cantidad que me armó de valor para pagar un almuerzo en uno de los comedores de los alrededores. Ah, como recuerdo ese día en el que entré en el comedor, henchido de orgullo, sintiendo doscientos colones (sí, repito, colones) que me quemaban los bolsillos, ansiosos por ser utilizados por su, en aquel entonces, propietario. Pues véanme a mí, entrando en aquel lugar lleno de caras de trabajadores por demás cansados de una mañana llena de azotes laborales, sintiéndome un John Wayne laboral, entrando en la cantina en busca de un plato de sopa de frijoles de lata. Pues bien, allá iba yo, caminando a la mesa térmica, llena de los más agraciados manjares que un trabajador joven que recibe su primer sueldo quiera consumir. Era todo un espectáculo de contemplación, observar aquellas bandejas preciosas adornadas por algunas moscas que, oh imprudentes animales, había pasado a mejor vida por querer alcanzar algo que de aquellos platos pudiesen sacar de provecho. Y mientras observaba yo aquella matanza sin sentido, que se acerca a mí una señora con cara de semilla de mango verde (por lo amarga, pues) que me pregunta con toda la dulzura de la que ella fue capaz (por favor regrese usted un par de palabras y vea la comparación de la cara con cierta parte de un fruto y luego imagínese usted el tono):

“¿Que le sirvo niño?”.

Yo, pobre ignorante de las especialidades culinarias de las que eran capaces aquellas personas, no acerté a descubrir los nombres o los ingredientes de los que aquellos platos hacían gala... de ocultar.

“Y eso, ¿qué es?” - pregunté con un poco de temor por las represalias a las que podía hacerme acreedor por mi ignorancia.

La señora, que al parecer estaba más que habituada a las dudas frente a sus manjares me empezó a señalar con un dedo terminante cada una de las bandejas.

La primera bandeja contenía una sopa de hueso que no parecía sino que habían amarrado el hueso a un lazo y lo habían remojado en el aguachirle que me señalaba. La segunda bandeja era de un bistec encebollado que tardé en reconocer como parte de un animal muerte, pues parecía más una parte de automóvil de esas que no conozco. La tercera bandeja era una masa amorfa de color indefinido que la señora tuvo a bien definir como picado de carne con vegetales, mismos que no probé por respeto a las buenas almas que debieron haber sufrido en la preparación de aquel plato, y finalmente unos bultitos blanquecinos con aspecto de pocos amigos, que dieron en llamar papas con crema, misma que en realidad parecía agua enharinada... con muy poca harina. Terminé decidiéndome por la sopa, sintiéndome un temerario por probar aquello sin ninguna preparación o entrenamiento previo, pero mi orgullo me decía que aquella era la merecida recompensa por todas las horas de teclea, teclea, teclea.

Y heme ahí, pues, con un plato de agua con color indefinido sobre una mesa de ejercicio, que así me dio en bautizarla por el vaivén de los brazos de todos los comensales con tal de no permitir a ninguna mosca acercarse, ejercicio que califiqué de encomeable pues de aquella forma las pobres moscas no pagarían los platos rotos de aquella comida. En fin, empecé por mover un poco aquel líquido que no por ser indefinido estaba frío y oh sorpresa, encuentro una papa exploradora de terrenos yermos. Mi felicidad era grande, pues parecía ser yo un afortunado en la tierra de la desolación. En fin, con mi papa triunfal, comencé a atacar la que, después del tubérculo había pasado de ser UNA SOPA y no el agua coloreada que había recibido por primer nombre.

Finalicé la sopa sin acertar a darle un nombre al sabor que de ella obtuve y sin saber la verdadera consistencia de la papa que me alegró la vida. Salí del lugar sin estar plenamente seguro de si lo que sentía era aquel orgullo enorme de hacer las cosas por uno mismo y que le hace a uno sentir el vacío en el estómago que caracteriza la satisfacción de los logros propios, o si era que la sopa no me había hecho mucho provecho en las tripas que estaban por demás asustadas con la nueva visión del mundo que les acababa de brindar.

En fin, llegando a la casa, no pude menos que agradecer al cielo tener un plato de comida con identidad servida en el plato que me había servido yo mismo, que mi madre andaba trabajando por aquellas horas.

No volví a ir al lugar que, incluso hoy se me escapa de la memoria su nombre, del puro miedo de recordar toda la escena y los sabores. Pero que caray, aquella fue la primera vez que hice algo con MI dinero... y como deseé estar haraganeando en aquel momento.

2 comentarios:

Carlos Abrego dijo...

Alberto:

El pisto ganado con el sudor de los dedos es tal vez el mismo que se gana con el sudor de la frente...

Pero la sopa sin duda es la misma.

Buen provecho y gracias por la invitación...

Un abrazo,

Carlos.

Nasty Heroes dijo...

@Virginia: Uyyyy, el mango de la viejita es como la ambrosía: puritito manjar de dioses.

@Carlos Ábrego: Sin duda la sopa SIGUE siendo la misma, pero no hay nada como el orgullo de trabajador mal pagado.

Gracias por venir por aquí